Por: Kepa Arbizu
Larry McMurtry pasa por ser uno de los escritores más prestigiosos originarios de Texas, talento que también extendió al mundo del celuloide, donde llegó a ser galardonado con el premio Oscar a su labor como guionista para la reconocida cinta “Brokeback Moutain”, prueba inequívoca de los niveles de prestigio a los que nos estamos refiriendo. Sacar a colación el nombre paterno cuando de lo que se trata es de hablar del nuevo álbum de su hijo, James, no es solo una referencia biográfica significativa, sino un ejercicio por desempolvar la génesis del ya veterano músico, propiciada en cierta medida por la conexión entre su progenitor y John Mellencamp, con quien trabajó en un rodaje y que terminaría por convertirse en el productor de los dos primeros trabajos de su vástago. Más allá de esa influencia práctica, no es complicado comprobar, viendo la excelencia que las letras de sus canciones están acostumbradas a exponer, que la habilidad con el bolígrafo y el papel es una herencia perfectamente recogida.
Siete años después de su anterior álbum, “The Horses and the Hounds” se presenta como el regreso, esta vez avalado por la potente discográfica New West, del "songwriter" estadounidense. Y lo hace recurriendo a parte de la vieja guardia que le acompañó en sus inicios, concretamente su ingeniero de sonido, ahora productor, Ross Hogarth, y el encargado de tañer las seis cuerdas, David Grissom. Un reencuentro que lejos de ser una vindicación de corte nostálgico, supone, como no podía ser de otra manera, volver a encontrarnos con su faceta más eléctrica e impetuosa, llamativa sobre todo si tomamos como comparación su grabación antecesora, “Complicated Game”, sumergida en un ambiente mucho más acústico y reposado.
Las canciones y los personajes -cargados de sus respectivas historias- con los que este compositor ha plagado su discografía no han hecho sino subrayar con destreza la mí(s)tica que todavía acompaña al imaginario estadounidense contemporáneo. Unas vivencias que pese a circunscribirse a territorios y paisajes determinados han logrado tejer un hilo con todo tipo de oyente gracias a su universalidad subyacente. Por eso no es extraño que el hecho de publicar un álbum durante estas convulsas fechas no le haya supuesto la necesidad de reflejar todo lo extraordinario que está sucediendo recientemente en nuestro entorno. Sus metas cuentan con otras aspiraciones, no tanto las de atrapar el momento efímero y volátil como las de extraer de las actuaciones y pensamientos de sus protagonistas miradas globales del comportamiento humano. Un engranaje que gira perfectamente espoleado por el acento narrativo que impone a su interpretación, una entonación que aunque aquí se revistará mayoritariamente de un acompañamiento directo y afilado también sabrá cejar en dicho empeño para dejarse deslizar bajo un calado más intimista.
Pero sin duda un elemento que funciona como motor de la mayoría de las canciones es el preciso -y la mayoría de veces contundente- uso de las guitarras, que flanqueadas por su curtida voz constituyen el entramado perfecto; por ejemplo en la extraordinaria historia que abre el disco, “Canola Fileds”, en donde se retrata una relación de amor extendida lo largo de los años conducida por una exquisita banda sonora a base de country-rock sureño elegante y coronado por un romántico estribillo. Ya para este momento inaugural, al que se le puede sumar su inmediato sucesor,“If I Don’t Bleed”, que en esencia maneja las mismas reglas salvo por un fraseado más arrollador y una temática ligada a las adicciones, los nombres de Guy Clark, John Hiatt o Steve Earle, en definitiva bardos de inconfundible carácter, ya se han posado sobre el álbum. Pero si de almas gemelas presentes a lo largo del metraje hay que hablar, la de Warren Zevon no puede pasar desapercibida, sobre todo por esa condición de excelente valedor de la electricidad al servicio de una lírica de altísimo nivel, algo que puede sentirse en los férreos y golpeados riffs del tema homónimo. La imposibilidad, en la era de la (sobre)información, de conocer lo que sucede realmente en las guerras modernas toma visos reflexivos y una sobria épica en "Operation Never Mind", uno de esos perfectos hits por el que empeñaría su alma cualquier banda del presente. No sería menor la oferta sin duda para alcanzar la profundidad de la emotiva "Blackberry Winter" o por el acongojante medio tiempo en que se convierte "Jackie", sección de cuerdas mediante.
Casualidades o no, dos de las composiciones que abordan de frente el tema de la muerte encuentran su desenlace en las contadas ocasiones en que el voltaje baja su empuje para dar paso a otro tipo de formatos. La desaparición de un buen amigo convierte "Decent Man" en un folk-country crepuscular mientras que "Vaquero" (con versos en castellano), dedicada al desaparecido guionista y amigo de su padre, Bill Wittliff, surge como una elegía fronteriza. En ambas, el tono quebradizo de su interpretación y ese halo helador que solo la guadaña consigue trasladar, nos retrotrae en ciertos aspectos a esas ya míticas "American Recordings" de Johnny Cash.
"The Horses and the Hounds" es un soberbio álbum, de un no menos extraordinario autor, que a lo largo de una decena de piezas de ejemplar rock americano plantea con sutil simbolismo, a veces arrojándose al lado más dramático y otras al irónico, un muestrario de personajes que de una u otra manera no han salido indemnes al paso del tiempo. A pesar de ello, el disco, que inevitablemente desprende olor a derretido asfalto, nos sitúa en carreteras, a veces reales, otras simbólicas, en las que aunque el recorrido que se observa por el retrovisor resulta cada vez más amplio, con la misma certeza sabemos que todavía queda camino por avanzar, y que la mejor decisión que podemos tomar es no retirar el pie del acelerador, por lo que pudiera llegar.