Hace ya bastante tiempo, en torno a una década, que Tom Jones lleva actualizando su carrera, y casi podría decirse también sus formas, a través de una serie de trabajos marcados fundamentalmente por la producción modernista de Ethan Johns, una pequeña leyenda del trabajo en estudio que cuenta en su currículo con brillantes grabaciones para Ryan Adams o Paul McCartney, entre otras luminarias de larga trayectoria. Después del magnífico “Long lost suitcase” (2015), la nueva senda continúa iluminada por la mirada retrospectiva, que ya cultiva con frecuencia desde que en 1999 rompiese listas y expectativas con el mítico “Reload”. Ahora, en su disco número cuarenta y dos, impone su voz entre oleadas electrónicas, programaciones y arreglos de nuevo cuño para conservar su propia esencia y pervertir, en el buen sentido, las originales respectivas. Ni que decir tiene que esta nueva culminación de talento no baja del notable ni en la mirada global ni en la individual de cada una de las piezas elegidas para el experimento.
El latido de la garganta de un octogenario entregado en cuerpo y alma a recrear parte de la música que no fue sino su caldo de cultivo resulta especialmente estremecedor en el tremendo ejercicio de spoken word que es “Talking reality television blues”, nacida de la diatriba anti redes sociales del inquieto Todd Snyder. No es el único momento en que Jones trata de aunar la trastienda de los asuntos contemporáneos y la de las bases de la música que le inspira, porque parece fácil para un artista de sus características bascular entre “I’m growin’ old”, un original de jazz como el de su amigo Bobby Cole, el latido pantanoso de “Ol’ Mother Earth” (con otras cuerdas vocales para el estremecimiento, como las de Tony Joe White en la sombra) y el lamento por la pérdida y el recuerdo de su esposa, desaparecida hace cinco años, emitido en “I won’t crumble with you if you fall”. Y casi sin solución de continuidad, tampoco parecía tarea sencilla traer al contexto y concepto sonoro que corresponde la inmensa “One more cup of coffee”, una de las joyas dylanianas habitualmente relegada a un papel secundario en el semillero discográfico del genio de Duluth. Sin embargo, por la cabeza del galés bullen aún tantas ideas que no le importa, más bien al contrario, colocar a Cat Stevens en la nave del tiempo que nos haría escucharlo hoy con otros oídos y recolocarlo a su antojo en “Popstar”, uno de los momentos más brillantes de este “Surrounded by time”, que guarda su cuota blues y psicodélica para rescatar a un nombre injustamente olvidado, el de Malvina Reynolds, en la sorprendente “No hole in my heart”, y en los mullidos colchones de soul que hicieron grande a Terry Callier –su “Lazarus man” es abordado aquí con respeto reverencial- y que hoy desembocan en el encumbramiento de valiosos nombres de la escena, como el mismo Michael Kiwanuka, que presta encantado un “I won’t lie” para que el maestro lo haga y deshaga de nuevo como le plazca, que para algo existen las jerarquías.
Se pasean también por este disco desacomplejado y de sonido primoroso las melodías grandilocuentes del gran Michel Legrand y el rock enriquecido por la tradición de The Waterboys en “The windmills of your mind” y “This is the sea”, respectivamente, pero sin sonar a otra cosa que a Tom Jones, lo cual ya es decir mucho. Una auténtica leyenda que está consiguiendo aumentarla, que no es otra cosa que agrandarse a sí mismo, a medida que los años lo van haciendo más sabio en lugar de más viejo. Afrontar empresas como esta y salir indemne y fortalecido hasta decir basta solo puede significar que su figura es ya esencial, y que una vez que el tiempo la ponga en su lugar, reescucharemos estos últimos discos con una sonrisa de placer y, sobre todo, de admiración absoluta.