Por: J.J. Caballero
El secreto para hacer canciones, o más exactamente, para crear buenas canciones, nunca podrá ser desvelado. Y mejor que nunca sea así, pues no existe fórmula mágica ni receta conocida en las que basarse a la hora de afrontar el famoso folio en blanco, entrar en el correspondiente estudio de grabación o pulsar las teclas de los dispositivos que permiten reproducir, repetir y guardar para la posteridad esos pequeños trozos y trazos de vida que a muchos nos sirven de cura o remedio contra cualquier tipo de sentimiento. Conocido el hecho de que nadie tendrá nunca esa llave maestra, las conexiones emocionales y sonoras han de establecerse por lazos meramente circunstanciales, traducidos en versos e historias en los que sentirnos más o menos reflejados dependiendo del momento en que los escuchemos.
Así, y teniendo siempre en cuenta que lo que importa es el contexto, escuchar con calma doce canciones escritas siguiendo la cronología de los meses y unidas por un vínculo tan trascendente como el del confinamiento que hace poco más de un año nos sumía en la más absoluta desesperación, es como encontrarse ante una casa sin barrer, como la nación perdida a la que se alude en “España es una casa con mil habitaciones” en la que no hay hueco para la belleza y casi no hay rincones para hablar de amor. Es solo una de las muchas ocasiones en las que Francisco Conde, el autor único de estas piezas intensas (cuenta con el único acompañamiento de Meike Schönhütte en las segundas voces), despieza su prosa poética y la sitúa en medio de un mar de programaciones y sintetizadores atravesado tímidamente a veces por punteos mínimos de guitarra, como las madrugadas disecadas que sirven de trasfondo a “Donde duermen las canciones”. Conde siempre ha tenido tendencia, y no podía ser de otra forma en este cuarto disco a su nombre, a deconstruir los conceptos preestablecidos sobre el rock and roll, así que se autodefine al respecto en “Nihilismo y rock & roll”, mirándose al espejo y preguntándose lo que debería hacer para envejecer con menos dignidad. Esa cierta fantasía atribuida tradicionalmente al pop más convencional es también la excusa para teñir de belleza sintética “Los días amarillos” y a la vez llenar de referencias bíblicas –la fértil tierra de Canaán y el monstruo de Leviatán mediante- una conmovedora “La canción del río”. En su universo lírico hay sitio para estampas decadentes como los baños de una estación o costumbristas como esas noches de agosto en las que no puedes dormir a las que canta en “Una tienda abierta de madrugada”. En los tramos en que se viste de poeta maldito, un disfraz que le sienta de maravilla, se pregunta “¿Quién nos llorará?” y quién nos buscará en las iglesias y en los bares, y así llega a conclusiones ya vislumbradas, explícitas en la agonía de “Agujas eléctricas” o el deseo de volver a la vida ingrata en “Si muero alguna vez”. Estrofas como jeringuillas de deseos mal orientados, o como desiertos cruzados entre más dudas que dunas cuando se sabe que “La vida es un milagro”.
El malagueño cobra conciencia, si es que no lo sabía ya hace tiempo, de que sus canciones no serán escuchadas por casi nadie, pero también de que su trabajo se hace imprescindible para quienes, entrados ya en años y dejadas atrás ciertas vivencias, creemos que el tiempo nos hace más listos pero no más sabios. Y es en esa inteligencia, muchas veces engañosa, donde nos recreamos al escuchar un disco de esta categoría.