Por: Kepa Arbizu
Lo mejor que puede suceder cuando dos colegas se encuentran tras una larga época separados es que todos los posibles cambios sufridos durante ese espacio de tiempo queden olvidados frente a aquellos nexos de unión imperecederos. A pesar de que Andrew Bird y Jimbo Mathus han celebrado algún contacto esporádico recientemente, su verdadera comunión se remonta a su pertenencia a la banda revivalista de jazz-swing Squirrel Nut Zippers, surgida durante los noventa. Atravesado ya el nuevo siglo, y con trabajos individuales por ambas partes que les han definido de una manera muy notoria y particular en el contexto de la música americana, eso no ha impedido que al tenderse la mano esas aparentes diversidades hayan sido capaces de confluir en un álbum tan especial, en principio alejado de sus propuestas actuales pero al mismo tiempo legítimo heredero de todo el bagaje que han desplegado.
Nada hay en este “These 13” nada que signifique tomar el relevo de ese nervio explosivo con el que hace décadas dieron rienda suelta a su mirada al jazz-swing, aunque sí se mantiene en común precisamente esa vocación por arañar sobre la base de los sonidos tradicionales hasta llegar a su capa más desnuda y primigenia. Ambos compositores, cada uno a su manera, uno de forma más delicada e intimista (Bird) y otro más ácrata y pantanosa, (Mathus), han hecho de ese interés antropológico el sustento de sus discografías, llevando el actual entendimiento de personalidades hacia una representación más pura y orgánica que nunca, en definitiva, esquivando todo aquello que pueda distorsionar la que se yergue como idea principal del álbum: dos viejos conocidos juntando sus talentos alrededor de un micrófono para recoger de la manera más sobria y emocionante sus cantares sobre la vida. O lo que es lo mismo, la propia esencia de la música popular.
Armados prácticamente en exclusividad de sus voces y una serie de instrumentos acústicos tocados por ellos mismos, dicha aparente escasez de medios no hace sino servir para que los pocos pero perfectamente ejecutados elementos se manifiesten cargados de una enorme pureza. Si bien no cabe duda de que las referencias y las menciones con las que crecen estas composiciones remiten a estampas en blanco y negro y al crujir de agujas sobre el vinilo, su exposición concreta no se convierte en ningún momento, en líneas generales, en una vieja postal perfectamente fotocopiada, sino en el ánimo por valerse de los viejos capítulos que ofrece la historia de su música y plasmarlos en pleno y convulso presente, demostrando su rotunda atemporalidad.
Desde el primer tañido de cuerda hasta el último hálito interpretativo presente en el disco nos acerca a ese escenario de austera emotividad en el que se superponen todas las ramificaciones del sonido tradicional estadounidense. Un árbol genealógico en el que no puede faltar ese folk que pusieron en escena los nombres de Jimmy Rodgers, The Carter Family o The Louvin Brothers, aquí depositando su semilla en piezas como una majestuosa “Poor Lost Souls”, prédica lanzada como retrato de las diferencias sociales; la más amable “Encircle My Love”, donde ya despunta el colosal y omnipresente en todo el minutaje violín de Bird; la elegante y pulcra ortodoxia de “Dig up the Catchet” o el escalofriante minimalismo de “Stonewall (1863)”.
En un trabajo como éste, que transita entre la orfandad existencial del ser humano y hace del amor y la muerte compañeros de un mismo viaje, no puede faltar la presencia de la mística que aporta el componente religioso, que hace su acto de aparición en "Sweet Oblivion", con cadencia y ritmos de cánticos esclavistas, o bajo el clamor gospel de "Bell Witch". Igualmente no deben pasar desapercibidos los acercamientos al country, en este caso apoyados en el lamento de Hank Williams, visibles en "Red Velvet Rope", o el blues rural de "High John", con seguridad la pieza que enfatiza en su recreación las formas pretéritas. Pero quizás, y puede que resulte paradójico, pero así es, los dos momentos que sobresalen por su mayor capacidad para conmover sean aquellos en los que de manera menos académica se hacen notar las influencias concretas, construyendo una ambientación sublime y totalmente captadora. Si "Beat Still My Heart" se sostiene sobre espectrales bases de guitarra y una voz que retumba entre el silencio del universo, "Three White Horses And a Golden Chain" plantea un descomunal juego de voces que podrían funcionar como la bellísima chispa antesala del apagón final.
Estas trece canciones escritas mano a mano entre dos viejos amigos como Andre Bird y Jimbo Malhus pueden, y deben, ser vistas como precisamente eso, un puñado de exquisitos temas interpretados con tanta sutilidad como profundidad. Pero al mismo tiempo es imposible no sentir el álbum como un todo que representa un canto a las raíces, en un mundo donde todo es ruido, prisa y una continua batalla por buscar la supuesta originalidad, sin importar el contenido, ambos músicos toman la dirección contraria para alcanzar esa meta a la que todo arte debe opositar, conmover desde su humanidad, sin que ello signifique renunciar a mirar tanto al cielo como al infierno.