¿Cómo explicar en la mayoría de los casos que el líder de la banda aclamada de turno necesite “expresarse” en solitario al margen de la misma, o que tenga en su cabeza otra música, otros modos u otros mundos que no tendrían cabida en los esquemas musicales de sus compañeros? Muchas veces la respuesta no existe, puesto que es más que habitual que la distancia entre el trabajo como teórico solista y el que habitualmente lleva a cabo en grupo sea mínima, por no decir casi inexistente. Solo en casos de personalidades extremas o giros extrañamente radicales se podría disfrutar de ambas obras paralelas de manera claramente diferencial. No es este el caso, desde luego.
El apesadumbrado Matt Berninger, dueño de una de las voces más profundas y personales del último rock alternativo interplanetario, vuelve a mostrar en “Serpentine prison”, su primer disco bajo nombre propio, esa especie de necesidad de ser él mismo, con sus sentimientos incomprendidos y pesares agobiantes –en este caso dirigidos en esencia a un desamor y sus consecuencias-, el canto de alguien que no acaba de cuadrar en ninguna parte y clama, o más bien declama, las razones de su desazón. El por qué se ha rodeado para la ocasión de algunos de los miembros de su propia banda o músicos tan peculiares como Andrew Bird o Brent Knopf (compañero de aventuras extramatrimoniales en El VY, proyecto conjunto que pasó desapercibido y que grabaron en 2017) entre muchos otros solo puede obedecer a la búsqueda de decir lo mismo pero con distintos ingredientes, que en el fondo son la base de la misma receta. La hercúlea voz de Gail Ann Dorsey, por ejemplo, o el poso soul de la producción del mítico Booker T. Jones, no sorprenden tanto en cuanto Berninger se encomienda al clasicismo, siempre a su manera, de piezas como “Loved so little” o “Collar of your shirt”, donde se nota la impronta de uno de los grandes nombres de la época dorada de la música negra en todas sus vertientes. La idea parece haber sido dotar de un aura de clasicismo, de elegancia en los arreglos y las múltiples capas de instrumentos que a veces puede resultar incómoda para un oyente no adepto a las infladas letanías de The National. Sin abusar de ello, el vocalista atribulado se muestra algo menos intenso pero igual de críptico en el aspecto instrumental, doblegándose a sus conocidos tics en “One more second”, donde estira el concepto hasta el arquetipo y en “Distant axis”, uno de los grandes aciertos de un álbum con pocos momentos realmente memorables. Sosiego, rock deconstruido algo monocorde y segundas voces empapando el eco sesgado de la principal, especialmente lúcida en el susurro de “My eyes are T-shirts” o la solemnidad de “Serpentine prison”, que llega al previsible apogeo en los violines en crescendo de “All for nothing” y el baladístico tono del piano en “Oh Dearie”. Nada que no hayamos oído miles de veces y que deje de gustarnos, pero con la capacidad de sorpresa claramente aminorada.
El disco está dedicado a la figura paterna y, según la propia confesión del autor, consagrado a exorcizar ciertos fantasmas más actuales que pasados que le atenazan como escritor de canciones y no encuentran fácil salida de otra forma que no sea cantándolos. La maniobra de escapismo que en teoría supone este trabajo no deja de ser un capítulo más en una carrera notable pero demasiado lineal, mucho más apta para oyentes con capacidad de escuchar con el corazón más que con las orejas. De lo contrario, el concepto puede malinterpretarse en varios aspectos, e incluso indigestarse por pura repetición.