Por: Kepa Arbizu
Cada nueva publicación de Bruce Springsteen viene acompañada de un fenómeno que a estas alturas parece indisoluble a cualquier lanzamiento firmado por el de New Jersey, y es que al margen de la valoración propia sobre dicha novedad se tiende a ejercer una suerte de juicios sumarísimos sobre el grueso de su obra contemporánea, su aportación artística en la actualidad e incluso los más audaces intentar desprenderle de los galones que la historia, y álbumes tan indiscutibles como “The River”, "Darkness on The Edge of Town” o “Nebraska”, le han adjudicado. Repetitiva refriega a la que rápidamente se suman los bandos opuestos afilando sus argumentos en busca de decantar la contienda de un lado u otro, prescindiendo en demasiadas ocasiones de ese mínimo tiempo necesario que cualquier reflexión que aspire a tener cierto empaque necesita.
“Letter to You”, el blanco sobre el que orbitan todas esas consideraciones en este momento, además incorpora otro elemento jugoso a la ecuación como es venir abalado por el acompañamiento de su familia musical, la E Street Band. Presencia que no se producía desde hace más de un lustro, con el "High Hopes", y que, como sucede ahora, suele significar que el perfil rockero e intenso de su música despliegue las alas. Un ambiente sonoro que se presenta prácticamente como opuesto a su evocador y recogido predecesor, “Western Stars”, que si bien contenía un esqueleto compositivo realmente notable, su acabado pecaba de recargado en demasiados momentos, una característica que por otra parte tampoco ha sido ajena en pasadas producciones. En este capítulo, Springsteen decide mostrar su sello arquetípico, recuperar el impulso juvenil de ese carismático “workin class hero” de alocados pelos y chupa de cuero pero siendo más consciente que nunca de que la nieve de los tiempos ha hecho mella y que el espejo, aunque uno se empeñe en lo contrario, ofrece una fotografía más envejecida.
Puede que precisamente uno de los problemas de los que adolezca la discografía más contemporánea del estadounidense sea precisamente no haber encontrado el camino idóneo, como si han hecho otros coetáneos suyos, para canalizar esa lógica transformación con la que el calendario siempre apremia. O puede, por el contario, que intentar no claudicar a su sello más distintivo se trate de su particular Santo Grial de la inmortalidad creativa. Sea como sea, se hace difícil, salvo alguna muy concreta y honrosa excepción, encontrar entre sus aportaciones de estas últimas décadas episodios realmente de enjundia, sin desdeñar un puñado de buenos momentos que nos ha deparado. Y en esa disyuntiva hay que incluir la llegada de un disco como el actual que, no es casualidad en la consecución de su gran resultado, respira a través de un tinte reflexivo y crepuscular que ejerce como hilo conceptual de un sin embargo contexto de rejuvenecidas aptitudes musicales. Parece que la manera de afrontar la muerte, no ya como castigo endémico al ser humano, sino como una realidad tangible y cada vez más visible en su entorno (con los fallecimientos de Clarence Clemons, Danny Federici o Terry Magovern), le ha evocado reunir a sus camaradas y hacer aflorar todo su talento y fuerza primigenia. Responder a la parca con energía vital.
La apertura de “One Minute You’re Here” puede ser vista como el rescoldo, en fondo que no en el tipo de ejecución, de su antecedente grabación, mostrándose mucho más intimista y con su voz en primer plano bajo una morfología susurrante. Un arranque que formalmente difiere del transcurso global posterior pero que confirma ese espíritu crudo y sincero lanzado a encajar el golpe de las distintas ausencias, sobre todo la de George Theiss, último superviviente de aquella iniciática formación que compartieron, The Castiles , y que ostenta el rol de leit motiv y desencadenante del álbum. A partir de este momento la maquinaria rápidamente se pone en marcha recurriendo a lo que tan bien conoce, y practica, como va a demostrar en una exhibición de ese rock pulsado con nervio épico. Bajo esas normas se encadenan la espectacular "Letter to You" y su vigorosa melancolía; la más revolucionada en sus bases "Burnin’ Train", donde iza la bandera del amor como elemento indispensable para lidiar con las sombras de la soledad, y "Last Man Standing", clarividente título que encierra la añoranza por los desparecidos bajo un hercúleo medio tiempo.
Siendo como es este un álbum donde se pone el acento en lo reflexivo y en la volatilidad de la vida, y que cuenta con una lírica destacadísima, es lógico que muchos de los pasajes se presenten intercalando ritmos que incidan en esa faceta sentimental, sin ningún ánimo por otra parte de desbancar a una casi hegemónica intensidad como valor primordial, dominante incluso en la arenga política de "Rainmaker", que avanza a fogonazos entre lo calmado y rabioso. Y si el piano que introduce “House of A Thousand Guitars” es el detonante en el romanticismo, también aplicable a la visión de la música recogida, que se expande en la pieza, algo parecido podríamos decir de la más anecdótica, pero relevante, armónica que comanda la descarnada nostalgia de una sobresaliente “Song for Orphans”. Primera de las tres canciones que han sido desempolvadas de los años setenta y que comparten, curiosamente, o no tanto, una evidente influencia de Bob Dylan, palpable en el recitado de "Janey Needs a Shooter" o en la “religiosa” “If I Was the Priest”. “I’ll See You In My Dreams”, colofón del álbum, es también el cierre del círculo, a través de otro ritmo de tintes heroicos, con el que presenta una gestión menos trágica del recuerdo de los ausentes.
Probablemente sería un ejercicio sano catar este disco sin la, en ocasiones, rémora que supone ver el nombre de quien lo firma. De hacerlo así, casi con toda seguridad habría mayor consenso a la hora de dictaminar que estamos ante un muy notable trabajo, con excelentes picos, y en el que sin duda destaca esa determinación por recuperar la energía y el nervio desde la madurez, afrontando el cada vez menos lejano final del recorrido. Porque por suerte o por desgracia todo pasa, incluso la necesidad de dictar sentencia rápida y alocada sobre cada movimiento de Springsteen, que en realidad responde, ni más ni menos, a la observación desde una perspectiva netamente rockera de la extinción de su tiempo, manifestado en la desaparición de cada vez más compañeros de andanzas. Quizás todos nosotros en algún momento tengamos que padecer esa sensación con su persona, y entonces echaremos de menos disfrutar, con mayor o menos suerte según el caso, de su inasequible ímpetu por hacer de la música un espacio desde el que emocionar y poner a millones de personas en pie, algo que esta vez seguro lo volverá a lograr pero con la tranquilidad que le otorga saber que ha creado una obra con la que, esta vez sí, le pueden seguir llamando "el jefe".