Por: Saúl Ibáñez
2009 fue un año crucial en la vida de Jason Molina, fue cuando publicó "Josephine" con Magnolia Electric Co. y su disco a medias con Will Johnson, sus dos últimas referencias en vida. También fue cuando grabó, casi en solitario y casi en secreto, este disco que por alguna razón ha permanecido inédito —podría decirse que oculto— durante más de una década.
Dos o tres años antes Molina llegaba a Londres acompañando a su mujer, que acababa de conseguir un nuevo puesto de trabajo en la capital británica. En cuanto la pareja se instaló y comenzó con su nueva rutina, el músico se encontró con que, aparte de escribir canciones a su habitual ritmo acelerado, no tenía mucho más que hacer a lo largo del día. Pronto comenzó a sentir que la soledad y el aislamiento hacían mella en él: estaba alejado de su banda y de sus amigos, había salido del ciclo habitual de conciertos y grabaciones que había mantenido a lo largo de más de diez años. Ese estado de ánimo, junto al deterioro paulatino de su salud, quedarían plasmados en este brevísimo y oscuro "Eight Gates" (título en referencia a las siete hipotéticas puertas de la muralla de Londres, más una octava imaginaria, que sería por la que entró el propio Jason).
Con la ayuda de los productores y músicos Chris Cacavas y Greg Norman grabó nueve canciones que en total apenas sobrepasan los veinticinco minutos. Entremedias podemos escuchar al propio Molina bromeando y grabaciones de pájaros, un detalle que nos retrotrae el tenebroso "Ghost Tropic" (2000), firmado bajo el nombre de "Songs: Ohia". Las similitudes con este disco no acaban aquí: también fue grabado casi en secreto y también posee un sonido oscuro, semidesnudo y desolador.
Las canciones de "Eight Gates" podrían dividirse a grandes rasgos en dos grupos: el primero presenta al Molina más folk, que se basta de su guitarra acústica y su voz para alcanzar altas cotas de emoción ("The Mission’s End", "The Crossroad + The Emptiness"…); en el segundo usa instrumentos como teclados o el violín para crear texturas, ambientes desasosegantes sobre los que cantar y lanzar riffs eléctricos y secos ("Whisper Away", "Be Told The Truth" y la especialmente drone "Fire On The Rail", en la que un comienzo a capela de inspiración góspel se encuentra con loops y arpegios de guitarras). Un aparte sería "Shadow Answers The Wall", en la que la voz trota a lomos de un bajo y una batería, sin guitarras. A pesar de esta dicotomía, no se trata de una recopilación de descartes, de canciones arregladas apresuradamente, cada composición posee su sonido especial y a la vez hace su aportación a un conjunto bien unificado.
Quizás lo más característico de este álbum sean las estructuras de las canciones, o mejor dicho cómo se prescinde de ellas. Molina llevaba varios discos (desde el final de "Songs: Ohia") adentrándose en las estructuras clásicas. Desde Magnolia Electric Co. hasta "Josephine" dibujó un giro hacia el country rock o incluso al rock clásico, con muchos ingredientes de Neil Young y sus Crazy Horse. Aquí parece volver a sus raíces, las de discos tan importantes como "Lioness" o "Axxess & Ace", donde su sello personal parecía ser hincarle el diente a una melodía y a unos pocos acordes y encerrarse en ellos. Las canciones de "Eight Gates" carecen de estribillos, puentes, cambios o cualquier elemento que nos aleje de la sensación de estar ante una colección de mantras, de piezas de miniatura detenidas, aisladas, quizás una expresión de la vida del propio Molina en Londres.
Si debemos considerar un disco como una foto de un momento, de un estado de ánimo mental o espiritual —me parece recordar que fue Lou Reed quien dijo algo por el estilo— este álbum póstumo de Jason Molina (al parecer su último paso en solitario por un estudio) debería considerarse entre los mejores trabajos de su autor. Posee muchos de los rasgos que lo hicieron grande y a la vez no se parece a ninguno de los trabajos que firmó con su nombre propio. Es un álbum audaz y emocionante.