Por: Kepa Arbizu
Sin duda resulta toda una anomalía en el mundo de la música, y más todavía en el del rock and roll, la presencia en sus filas de todo un Premio Nobel, de Literatura, para más detalles. Esa curiosidad más o menos pintoresca, refiriéndonos a Bob Dylan, sirve para reflejar el perfil de un creador que ha superado con amplitud el ámbito relacionado con su modalidad artística y no digamos ya los parámetros de cualquier género particular. Resulta entendible por lo tanto que cause cierto vértigo acercarse, da igual en calidad de qué se haga, a uno de sus nuevos trabajos, en esta ocasión el número 39 de su carrera y el primero con material propio desde hace ocho años, concretamente desde aquel arrebatado “Tempest”.
“Rough and Rowdy Ways”, que así se titula el actual álbum, llega tras un periplo conformado por una trilogía, extensible hasta la pentalogia, en la que el de Duluth se ha dedicado a exprimir, con solvencia pero sin majestuosidad, al cancionero popular estadounidense, desatando con ello su faceta crooner. Ahora, sus recientes composiciones aparecen inyectadas de espíritus diversos e incluso por momentos contradictorios en su naturaleza, porque si por un lado mantiene la recitativa y serena interpretación de sus directos antecesores, al mismo tiempo retoma esa faceta más rasgada y cruda que dejó en suspenso para lanzarse en busca de las huellas de Sinatra. Una dualidad musical que no es sino el complemento del poliédrico bagaje conceptual que dirige el álbum, capaz de alternar sin complejo alguno la trascendente reflexión con la ingeniosa observación; hacer convivir renglones con marchamo de Gran Novela Americana entre pícaras travesuras, o presentar los desvelos del ensoñador nostálgico junto a los arranques de angustiosa actualidad. Y es que probablemente todas esas caras, entre otras cuantas más, sean parte de esa inabarcable figura de un Bob Dylan que, casualidad o no, entrega en este trabajo unos textos especialmente sublimes que parecieran lanzados a defender, y/o corroborar, los nobles galardones obtenidos en el mundo de las letras.
A sus 79 años, es razonable entender que el venerable Zimmerman intuya, o perciba, que su final creativo está cercano. Ya sea un supuesto verídico, o la excusa con la que tejer el contenido de este disco, sus canciones aparecen espolvoreadas de constantes, y variadas, referencias a la despedida. Un último suspiro al que parece querer acceder a través de inhalar una honda bocanada del espíritu primigenio de la música popular, tal y como ilustra la portada escogida, que recoge la fotografía de un club de los años sesenta. No menos significativo en tal misión se antoja empezar con “I Contain Multitudes”, título extraído de los versos de Walt Whitman, a su vez precursor de una manera libertaria de entender la condición estadounidense. Una canción que, además, explícitamente nos prepara frente a una polifacética mirada (“Soy un hombre de contradicciones, soy un hombre de muchos estados de ánimo, contengo multitudes” ) que arranca con esta bucólica pero crepuscular melodía repleta de unos sutiles, y magistrales, aderezos instrumentales, tarea que recaerá a lo largo del repertorio tanto en los habituales acompañantes (Herron, Garnier, Sexton...) como en nombres invitados de la talla de Black Mills, Benmont Tench o Fiona Apple.
A pesar de esa evidente determinación por hacer transitar el álbum entre territorios dispares, es innegable que la prioridad, en cuanto a sonoridad se refiere, la ostentan aquellas ambientaciones más reflexivas y evocadoras, quizás no sustancialmente destacadas en cuanto a número pero sí en la representatividad alcanzada. En “Black Rider”, por ejemplo, nos encontraremos al intérprete enfundado en un austero traje con trazas de juglar medieval con el que se dispondrá a entablar su particular partida de ajedrez con la Parca, disfrazada de corcel negro para la ocasión. Todavía una mayor profusión lírica contendrá la desnuda “Mother of Muses”, tocada por un bello y otoñal romanticismo. Licencias literarias y puzles simbólicos que exprimirá en la sorprendente “My Own Version of You”, donde llevando a su terreno el concepto del moderno Prometeo, impone un tono misterioso, pero hasta cierto punto guasón, donde se comporta como un Tom Waits sin sus arrebatos cabareteros. Una mención especial y destacada se merece la descomunal “Key West (Philosopher Pirate)”, en la que queda envuelto lo que parece casi un apócrifo relato biográfico en una épica nostalgia que sobredimensiona la acertadísima elección del acordeón como protagonista de reparto.
Alrededor de este catálogo definido por su cariz más delicado y con tendencia a la letanía, se irán filtrando manifestaciones que recuperan ese tono musical mucho más agrio y áspero, haciendo del blues grasiento y patibulario sus señas de identidad. Por eso, no es de extrañar la sentida veneración expresada a Jimmy Reed (“Goodbye Jimmy Reed”) -una de las muchas referencias a las que hará directa mención durante el transcurso del álbum- a través de un elegantemente descastado boogie. Características que sirven para "ennegrecer" un entorno que con la llegada de temas como el explícitamente bautizado “False Prophet”, llenarán la estancia de un humo plomizo y espeso entre el que se podrán adivinar las figuras de John Lee Hooker o Muddy Waters. Unos sombríos pasajes de los que no será “Crossing the Rubicon”, pese a su condición menos densa aunque igualmente impetuosa, la encargada de alejarnos.
“Rough and Rowdy Ways” se cierra, si lo entendiésemos como una progresión lineal, con “Murder Most Foul”, un tema que, sin embargo, dada su larga duración de casi 17 minutos, ocupa todo un segundo volumen, espacio más que merecido para una pieza que por entidad y profundidad supone un álbum completo en sí misma. Iniciada por un violonchelo que se cuela en nuestro cerebro como un moscardón cargado con el peso de la deriva social contemporánea, la canción se desplegará por medio de un tenue, pero profuso, desarrollo sinfónico conducido por un emocionante recitado. Bob Dylan cierra así un trabajo que si hacemos caso de lo que parece sugerir su contenido, algo de lo que también hemos aprendido a no fiarnos, podría significar el epílogo entregado por el autor norteamericano. Sería de todos modos la excelente rúbrica, y el perfecto ejemplo, de una carrera que en paralelo ha conseguido interpretar de manera única todo lo concerniente al ser humano como ir dejando un brillante rastro en el mapa de la cultura universal.