Por: Kepa Arbizu
Hagamos el ejercicio de imaginar que alguno, o varios, de los casi treinta trabajadores que fallecieron en la explosión ocurrida en la mina de Upper Big Branch, en Virginia Occidental, en el 2010, suceso al que hace referencia el título del nuevo disco de Steve Earle, hubieran sido en la actualidad votantes de Donald Trump. Serían precisamente ellos, y el contexto que da pie a esa situación, los inspiradores, aunque ni mucho menos únicos, del presente álbum. Y es que el veterano songwriter ha realizado una decena de canciones que tienen como fin, no tanto remover el luctuoso hecho en cuestión, al que prácticamente no hace mención explícita a lo largo de las composiciones, ni incluso azuzar la -más que probada- responsabilidad de la compañía propietaria en lo ocurrido, sino confraternizar con el papel de dichos trabajadores, y por extensión con el de todos los de su condición, en la historia de Estados Unidos. Una solidaridad que, si bien resulta del todo sincera y cercana, también se presenta como un intento de desagravio por el, en tantas ocasiones, olvido, cuando no directamente manoseo interesado, al que han sido sometidos por parte de un tipo de progresía, de la que el propio autor no se desvincula, y que ha propiciado en muchos casos la adhesión de dicho colectivo al populismo más reaccionario.
Nadie debería sentirse ofendido si reconocemos que, en la actualidad, hay otros muchos nombres en el espectro del rock americano que suscitan un mayor interés a la hora de ver publicadas sus novedades que la emanada por el creador en su momento de obras tan perfectas como “Guitar Town” o “I Feel Alright”. Una realidad que sin embargo no le desposee de esa condición de maestro y referencia básica para la mayoría de aquellos músicos que hoy ejercen como puntales de tal escena. Un status que además de laurear su figura le otorga todavía la capacidad necesaria para agitar su varita y dejar constancia de su calidad, algo que sin duda ha ejercitado, y en diversos planos, en este nuevo disco.
Arropado como es habitual en los últimos tiempos por The Dukes, banda de acompañamiento integrada por el dúo The Mastersons (Chris Masterson y Eleanor Whitmore), Ricky Ray Jackson, Brad Pemberton y Jeff Hill, en sustitución del fallecido Kelley Looney, el norteamericano destapa para este álbum su faceta sonora más tradicional de cara a plasmar un repertorio que, combinando rabia y sensibilidad, esencialmente no difiere mucho de aquellas viejas canciones interpretadas por, y para, para los esclavos. Por eso, resulta especialmente atinado el emocionante inicio con "Heaven Ain’t Goin’ Nowhere", que interpretada a capella conjuga dulzura y brusquedad para configurar un desnudo y visceral espiritual con el que dar la bienvenida a esa abnegada, y nunca recompensada como se merece, labor de los mineros. Una constante mirada al esqueleto básico del rock que tendrá recurrentes referencias, incluso bajo algunas formas estandarizadas que no alcanzan demasiada enjundia, más allá de su perfecta ejecución, como el animado honky-tonk de “Fastest Man Alive”. Representaciones ortodoxas que obtendrán por el contrario todo su valor en el hillbilly de delicada y profunda factura, de nuevo lanzado a glosar la historia y el valor de los héroes del carbón, “Union, God and Country”, o la recreación de la iconografia popular en “John Henry Was a Steel Drivin’ Man”, impulsado por ese costumbrista traqueteo rítmico y un fraseo de narrativa cadencia.
Nunca alejado de la música popular y sus manifestaciones, el ambivalente espíritu de Earle, con puño en alto pero también con los brazos extendidos en forma de concordia, será capaz de filtrarse a través de su resquebrajada voz para sonar con íntima sutilidad en el folk “Time Is Never on Our Side”, una sentida representación que se exponenciará en “If I Could See Your Face Again”. donde la dulce interpretación de Eleanor Whitmore implementa el acongojante recurso de meterse en el papel de una de las viudas de los fallecidos. Pero nuestro airado barbudo no ha huido, y asoma fiero en “Devil Put the Coal in the Ground”, en la que esparce esa histórica maldición ataviado de un tono deslavazado e hipnótico, sumergido en la sonoridad de los Apalaches, espectral mezcolanza de géneros de la que también se valdrá para un explicita, ya desde su título, “Black Lung”. Crudeza que encontrará su cenit más desgarrador en “ It’s About Blood”, por el que deja discurrir aromas roqueros con los que corona el tema enumerando, con las cuerdas vocales al rojo vivo, el nombre de todos aquellos hombres, por mucho que tantas veces se empeñen en presentarlos como asépticas estadísticas, muertos en la explosión.
“Ghosts of West Virginia” tiende un hilo directo con todos aquellos bardos , ya sean Woody Guthrie, Pete Seeger, Rambin' Jack Elliot o el propio Bob Dylan, que destinaron su talento artístico a evitar que la historia enterrara la dignidad de tantos y tantos trabajadores. Como aquellos 29 que perdieron la vida hace una década y a los que Steve Earle convierte en protagonistas de este excelente disco. Para ello recurre a la forma más sincera de plasmarlo, cargado de canciones que vienen encharcadas en grisú o con las costillas molidas de tantas horas de esfuerzo. Estrofas que huelen a carbón, a demasiadas horas de faena, a demasiados siglos de olvido.