Por: Kepa Arbizu
Probablemente lo mejor que se pueda decir de Los Enemigos es que sin su existencia, el rock en castellano realizado durante los últimos tiempos hubiera sido un espacio mucho más aburrido y menos excitante. Por eso, que tres décadas después de su nacimiento sigan teniendo algo que ofrecer y sobre todo ostentando la capacidad para entregarlo de un modo tan vibrante, se presenta casi como un milagro. Un mérito todavía mayor si tenemos en cuenta la cabriola acometida -tantas veces mortal- de retomar el camino tras un hiato de un par de lustros, regreso a la actividad que a base de energía y talento disipó cualquier incógnita respecto a sus motivaciones y estado de forma. Porque sí con “Vida inteligente” reaparecieron de manera muy honrosa, su siguiente paso, el actual “Bestieza”, se descubre como un fiero rugido y una puesta al día de todo el fervor que se asocia a este grupo.
Lo que a estas alturas nadie debe esperar en un nuevo disco de Los Enemigos son grandes novedades formales, su identidad ya resulta lo suficientemente personal, convincente y atractiva como para ser alterada esencialmente, primicias que sí se producirán sin embargo en la propia formación, en la que al triunvirato clásico (Josele Santiago, Fino Oyonarte y Chema “Animal” Pérez) se suma la incorporación en las seis cuerdas de David Krahe, en sustitución de Manolo Benítez. Una disposición que originará unos efectos que nos permiten esgrimir la clásica sentencia “gatopardiana” pero en dirección contraria, es decir, no alterar -aparentemente- nada para que todo sea diferente, o cuanto menos, y gracias a la vivacidad y espontaneidad aquí vertida, mantener intacto en el oyente ese nervio ligado a la primera vez. Así, acompañados en los mandos por Carlos Hernández, “Bestieza” -castellanizado término que se traduce por animalada, un excelente reflejo del contenido que se encarga de nombrar- se significa primordialmente como un álbum que prioriza las guitarras, unas enfocadas desde la tradición del rock abrasivo ejercitado por The Replacements o Hüsker Dü.
La rabiosa electricidad, una poética de desgarrado sarcasmo o la habilidad para insertar entre la crudeza indicios de sensibilidad, son ingredientes de sobra conocidos en la biografía de los madrileños, unos elementos que en este nuevo capítulo vuelven a empuñar perfectamente esculpidos y visibles en toda su grandiosidad. Por ese motivo, inaugurar el repertorio con “Siete mil canciones”, que parece todo un compendio de la historia musical enemiga a base de cortantes riffs, trepidantes ritmos y desencantados versos que dan paso a un pegadizo dibujo melódico, es una apuesta ganadora y el anticipo de un material de mucho peso. Una canción que tendrá continuidad, en cuanto a su registro, en “Vendaval”, otro atinado título en su simbología, que arrecia con ímpetu para difundir esa habitual abrupta nostalgia. Ejemplos ambos de una contundencia que tomará su escenificación más extrema, y atinada, en la hercúlea y elegante fuerza afilada que contiene “Mar de sendas” y en la rugosa arrogancia de “Hey Judas”.
Que el tono, y la actitud global, que caracteriza a este trabajo se enfoque hacia un rudo espíritu no es sinónimo de que las composiciones circulen por un ámbito acotado y estrecho; sin apartarse sustancialmente de esa norma común, y casi sin que seamos conscientes de ello, el disco se irá poblando de variados caminos expresivos. Y no solo se logrará con la fórmula más palpable de decelerar las revoluciones o desconectar la electricidad, sino que manteniendo la firmeza y energía en varios pasajes serán capaces de aportar matices particulares, como la punzante profundidad de “La ofensa”, retrato de los contemporáneos caballeros andantes; “Menos que un perro”, fluctuante entre lo orgánico y lo volátil , o el pegadizo power pop, con Fino ejerciendo de cantante, de “Océano” . Un crisol de tonalidades en el que, obviamente, destacarán por su evidente alteración del compás los medios tiempos, fórmula en la que ampliamente ha demostrado el cuarteto su sabiduría, como exponen en la delicada pero embriagadora fuerza hipnótica de “La costumbre”, con la adopción de un cosmopolita soul en “Sacrilegio sideral” o un fin de recorrido con el aviso a nuevos gurús y maestros de tendencias recogido en un “Rey pescador”, llamativa principalmente por su intempestuoso desenlace.
Nada tiene de casualidad que diferentes y (muy) variadas generaciones hayan encontrado en este grupo madrileño su banda sonora preferida, convirtiéndoles en la voz idónea para acompañar el trayecto de aquellos que no laten al ritmo dictado por las modas ni anhelan edulcoradas miradas sobre la realidad. Josele Santiago y compañía no nacieron con la intención de cantarle a los soleados días de verano ni a sus encantadores frutos, lo que no impide que entre su áspera sustancia conviva con igual trascendencia una mirada tocada por cierto tipo de sensibilidad. De todo eso, y de muchas cosas más, se nutre este “Bestieza”, que entre sus apabullantes arañazos disimula también delicados gestos, en definitiva, esa reconocible y emocionante ruta sonora que ha guiado siempre a esta formación y que sigue creciendo con discos como el actual. Despídanse de la paz, Los Enemigos siguen aquí.