BEC! Bilbao, 1 y 2 de noviembre del 2019
Texto: Sergio Iglesias
Fotografías: Jordi Vidal (BIME Pro)
Fin de semana de difuntos, de Halloween y, lo que es más importante, de puente, ideal para disfrutar de la música en directo.
En este caso, la opción elegida fue el BIME de Barakaldo, un festival que se ha convertido en un referente, sobre todo la parte “Pro”, el evento que, anualmente reúne a la gente de la música para repasar el estado de una industria cada día más complicada… o cada día más apasionante, según quién te lo cuente.
Me reservo mi opinión en este sentido, aunque creo que podéis imaginar cuál es, teniendo en cuenta que pertenezco al periodismo musical, el ultimísimo eslabón de la cadena de dicha industria.
Pero no nos lamentemos, que este no es el lugar ni el momento y pasemos a lo que nos interesa, que no es otra cosa que el BIME Live, un festival que ha ido consolidándose año tras año dentro del circuito festivalero, gracias a la calidad de las bandas que han tocado en el BEC a lo largo de sus siete ediciones: Prodigy, Placebo, P.J. Harvey, Crystal Fighters, Suede, Franz Ferdinand… En esta ocasión, los cabezas de cartel eran un enganche perfecto, ya que una de las características principales del BIME es el intento de equilibrar diferentes estilos dentro del programa, sin que la mezcla chirríe demasiado, y así ha sido también en esta edición, donde los reyes de la electrónica, Kraftwerk, se entremezclaban con los reyes actuales del rock adolescente, Foals , y con un renacido referente del funk más comercial como Jamiroquai…
Pero vayamos al grano: quiero decir que esta ha sido la primera vez que acudía al BIME y mi primera impresión nada más llegar al recinto fue, digamos que rara. En principio me pareció un sitio frío, demasiado grande para un festival, aunque el segundo día pudimos comprobar que mi impresión era errónea con el concierto de Jamiroquai, con el que, por cierto, los organizadores batieron su record de asistencia.
En fin, que no me disperso más y empiezo con los conciertos: la cosa empezó pronto, tal vez demasiado, con el debut en directo de una banda de la casa, los bizkainos First Girl on the Moon que, recientemente han publicado “Scars” con el sello Oso Polita, perteneciente a Last Tour, organizadores del festival; la nueva banda de Juan Carlos Parlange y Eneko Cepeda, compañeros de batalla en otros proyectos como Bonzos o Help me Devil, demostraron que van muy en serio con esta nueva propuesta en la que dejan de lado el rock clásico de guitarra, batería y bajo para abrazar la electrónica primigenia mezclada con un sonido post punk a base de guitarras ruidosas y sintetizadores, conformando una apuesta arriesgada pero más que interesante, tal y como pudimos comprobar los poquitos que, en ese momento ya habíamos llegado al BEC.
Buen comienzo de festival que tuvo su continuidad con otro representante local, Aitor Etxebarria, que llegaba al BIME para presentar su último trabajo, “Nihilism Part 1” editado por Mute/El Segell, un álbum cargado de ritmos densos y oscuros que defendió de manera impecable, acompañado por una gran banda, en un escenario en el que las luces cumplían a la perfección su función de envolver al espectador en el particular universo del músico de Gernika.
La cosa continuó con Enric Montefusco, un músico que nunca había sido santo de mi devoción pero que demostró que en directo gana muchísimo; con un discurso reivindicativo y acompañado de dos músicos multiinstrumentistas, el catalán tuvo tiempo de, entre soflama y soflama (todas justas y necesarias, por cierto), repasar los temas de sus dos discos en solitario “Meridiana” y “Diagonal”, sin olvidarse de himnos de Standstill, su antigua banda, como “¿Por qué me llamas a estas horas?”. Un bolo extraordinario que no pudimos disfrutar hasta el final a causa de una de las grandes maldiciones de los festivales: los malditos solapes que obligan al espectador a ir de un lado a otro sin poder ver casi ningún concierto completo.
Así que volvimos al escenario pequeño para ver a Amaia, que llegaba con su nuevo disco, “Pero no pasa nada”, debajo del brazo y que presentó ante una nutrida audiencia, que disfrutó de un muy buen recital en el que lo peor fue el sonido, algo que se repetiría en sucesivos conciertos ya que, como pudimos comprobar a lo largo del festival, sólo se escucha bien si te colocas en las primeras filas, problemas de hacer conciertos en lugares que no están hechos para ello. Centrándonos en el concierto de Amaia, decir que la navarra tiene un don y ese es su extraordinaria y personal voz, que ella sabe manejar a las mil maravillas para transmitir sus historias a un público entusiasmado que, sin embargo, la fue abandonando para ver a uno de los cabezas de cartel de la noche.
Y es que Kraftwerk ya tenían colocada toda su parafernalia en el escenario principal: los cuatro aparatos electrónicos (sintes, teclados…) de los jinetes de Düsseldorf y una pantalla gigante en la que se iban proyectando imágenes en 3D, como acompañamiento a los diferentes temas que iban sonando, una experiencia un poco extraña encontrarnos allí, viendo un concierto con unas gafas ridículas y sin entender mucho qué pasaba. En este sentido, reconozco que prefiero hacerme a un lado y no opinar demasiado sobre una música que no entiendo en absoluto aunque, a tenor del entusiasmo del público, los alemanes dieron un espectáculo en el que los fans disfrutaron de lo lindo. Lo dicho: yo no lo entiendo, pero nadie puede negar el carisma de estos pioneros de la electrónica en la música y que tanto han influido en bandas como Depeche Mode, Pet Shop Boys y muchos otros que llegaron después.
Una vez vista la marcianada de unos Kraftwerk que parecía que no se querían ir (un par de bises), nos desplazamos hacia el otro escenario grande para ver a la nueva sensación del rock adolescente: unos Foals que, por cierto, acaban de confirmar su presencia en el Mad Cool del próximo año y que hicieron las delicias de su joven audiencia. Es obvio que Foals no ha inventado nada, pero hay que reconocer la capacidad de la banda inglesa para conectar con el público gracias a unas melodías sencillas pero muy bien ejecutadas, que fusionan los ritmos electrónicos con el indie rock, destacando la labor de su líder Yannis Philippakis a la voz y a la guitarra.
Con muy buen rollo nos acercamos de nuevo al escenario pequeño, el Antzerkia, para acabar nuestra jornada festivalera (aunque el BIME seguía su curso hasta altas horas de la madrugada), viendo a unos que nunca defraudan; y es que Morgan están a otro nivel y son, sin duda, uno de los mejores grupos nacionales de los últimos años. Esta vez la banda cántabra supo sobreponerse a los problemas de sonido que ya hemos comentado y, demostrando su solvencia, completaron un extraordinario concierto que, como es habitual en este tipo de eventos, se nos hizo corto, así que, ya saben… todos a ver conciertos en salas.
Lamentándome de no haber podido ver a la prometedora banda Omago y dejando pasar el rock progresivo de Los Estanques, la segunda jornada la comienzo igual que había terminado la anterior: en el escenario pequeño disfrutando (y alucinando) con Banpiro Maitaleak, la original propuesta de dos músicos vascos como Mursego y Amorante que, en esta ocasión, han unido sus fuerzas para ofrecer un espectáculo que comenzó con los dos protagonistas paseándose entre el público megáfono y trompeta en mano, leyendo un hermoso alegato republicano. Una vez en el escenario, comenzaba el show de verdad, un show en el que, haciendo uso de mil y un cachivaches tecnológicos y también más tradicionales (¡madre mía como toca él la trompeta y ella el cello!), repasaron temas de gente como Eskorbuto o Fermin eta Dut adaptándolos a su particular forma de ver la música, dadaísmo puro que se acercaba más a la performance que al concierto al uso, y en el que también sonó ¡reggaetón!... a su forma, claro está.
De ahí pasamos al recinto grande para ver uno de los grandes conciertos del festival: Carolina Durante, la banda estatal de moda, esa que todos quieren para tocar en sus festivales, estaba allí, en el BIME, para alegría de sus fans incondicionales. Los madrileños no defraudaron y, ante un público más veterano de lo yo que imaginaba antes del concierto, desgranaron, si no me equivoco, absolutamente todos los temas de su homónimo disco de debut y aún les quedó tiempo para repasar temas anteriores como “Perdona (ahora sí que sí)”, “Niña de hielo” o “El verano” y acabar con el gran himno de la banda, “Cayetano”, con el que finalizaba un concierto totalmente transversal en el que los más veteranos nos ilusionamos viendo que todavía hay esperanza para el rock, mientras que los más jóvenes disfrutaron haciendo sus primeros pogos. Como dato curioso, creo que fue el único concierto de los que vi en todo el festival en el que no sonó un teclado, y en el que se mantuvo la formación clásica de guitarra, bajo, batería y voz.
Después del subidón de Carolina Durante, cuyo concierto pudimos disfrutar enterito, debido a la baja de última hora de Michael Kiwanuka, tocaba disfrutar de otro de los cabezas de cartel, unos Divine Comedy que llegaban al BIME para presentarnos su último trabajo, “Office politics”, un disco en el que siguen investigando para ampliar su ya de por sí desbordante paleta de estilos. Liderados por el siempre elegante Neil Hannon, los irlandeses cumplieron con lo que se esperaba de ellos, siendo uno de los mejores conciertos de la jornada.
Pero si hablamos de elegancia, ¿qué se puede decir de Mark Lanegan que no se haya dicho ya? El hierático frontman volvió a dejarnos con la boca abierta con su manera de afrontar cada concierto, con esa actitud que puede parecer distante y que, sin embargo, hace que cada nota que canta se incruste en lo más hondo del alma. Es impresionante la capacidad que este hombre tiene para emocionar con cada canción; como, además, lo escuchamos desde las primeras filas, todo fue perfecto y juro que, en un momento dado, incluso vi una sonrisa en su rostro… Gracias y vuelva usted cuando quiera, Mr. Lanegan.
Todavía con los pelos como escarpias, volvemos a la realidad festivalera donde nos esperaba el que, para mí, fue el mejor bolo de todo el BIME: el de Brittany Howard. Sorprendentemente, y a pesar de encontrarme situado bastante atrás, el sonido era perfecto hasta la tercera o cuarta canción, donde hubo un bajón que, por suerte se solucionó inmediatamente, lo que nos permitió disfrutar del inigualable show de la cantante de Alabama Shakes; acompañada de una banda espectacular (entre los que me voy a permitir destacar al batería Nate Smith) y derrochando energía y actitud a raudales, llevó a otro nivel el concepto de “música negra”, ya que allí sonó soul, funky, rock, rap… absolutamente todo lo que se puede imaginar, en un concierto que, sin duda pasará a los anales del BIME (llévenla al Azkena, señores de Last Tour, por favor).
Y para terminar el festival teníamos dos opciones: ver al cabeza de cartel y arriesgarnos a sufrir una decepción, o disfrutar de una apuesta segura. Evidentemente, elegimos la opción B y no nos arrepentimos, porque la decisión de ver a Glen Hansard, aun a sabiendas de que era buena, fue todavía mejor de lo que esperábamos. Yo creo que el propio músico irlandés sabía que el reto era mayúsculo y que allí nos encontrábamos viéndole a él una parte ínfima del público total del festival; así que lo que hizo fue crecerse, acompañado además por una banda de lujo que, en todo momento, supo mantenerse al margen en un espectáculo en el que todos asumen su papel de figurantes para el verdadero protagonista del concierto: un Glen Hansard que brilló en un show en el que, dadas las circunstancias, incluso pudo interactuar con el público que disfrutó del bolo con calma y casi en familia, como si lo estuvieran viendo en un pequeño club de cualquier ciudad, lejos de las estridencias y las multitudes incómodas de los grandes festivales.
Así terminaba un fin de semana largo en el que, si hay que sacar conclusiones, diré que sí pero no… Que los festivales están bien porque te dan la oportunidad de ver cosas como el concierto de Brittany Howard o, incluso si te gusta, el de Kraftwerk o el de Jamiroquai, pero sigo pensando que la música de verdad se disfruta en las salas pequeñas y medianas, donde trabajan durante todo el año por difundir la música y donde todo es más especial y, sobre todo, donde se respeta el trabajo del músico y donde la gente no va como si aquello fuera una fiesta de despedida de soltero a gritar y a pegarse el fiestón del año. Y es que, salvo evidentes excepciones (la mayoría de ellas en los bolos del escenario más pequeño), se nota a la legua que el público de este tipo de festivales no pisa una sala de conciertos en todo el año. Lo peor de todo es que ese es el futuro y, sin querer ser agorero, creo que, en un futuro cercano, todos deberemos pasar por el aro si queremos disfrutar de los grandes artistas internacionales.