Sala Ambigú Axerquía, Córdoba. Jueves, 10 de octubre del 2019
Texto y fotografías: J.J. Caballero
Ventajas e inconvenientes de programar un concierto un jueves noche en una capital como Córdoba: Por un lado puedes asistir a algunos de los directos más apetecibles y desconocidos por estos lares sin apreturas, conversaciones incómodas ni audiencia sobrante y/o despistada; por otro, precisamente eso, el panorama desangelado para quienes se suben al escenario y la falta de empatía con cierto tipo de bandas que se intentan hacer un nombre en nuestro país casi exclusivamente sudando sobre el estrado varias noches seguidas. Superados los prejuicios y aceptadas las costumbres del caprichoso público cordobés, la última cita con la terraza de la sala Ambigú Axerquía (una actuación esta que estaba fuera de programa y que al final entró gracias a la insistencia y la implicación de esos grandes melómanos agrupados bajo el nombre de El Colectivo) nos deparó una de las sorpresas más brutales y agradables de la temporada. Pillados casi al vuelo en el último tramo de su gira española, los franceses Les Lullies prácticamente nos atacaron con las armas mínimas y suficientes para secuestrar nuestras neuronas y cuerpos durante algo menos de una hora. Así, a bocajarro y casi sin previo aviso.
El cuarteto de Montpellier se entrega a una velocidad desbocada y a unos ritmos directos y cortantes que se emparentan con la rabia de unos Undertones o la desidia de unos Fuzztones, todo mucho más impetuoso si tenemos en cuenta que la edad media de los chicos no sobrepasa los veinticinco años y que ya han tocado por media Europa con apenas dos pequeños discos previos y uno largo que les ha servido para entrar en el circuito con una urgencia inusitada. No hay en su set nada impostado ni notas o gritos de sobra que entorpezcan el objetivo primordial. Esto es puro espíritu punk, rock desaliñado basado en la tradición garagera del sonido Detroit y mucha más intención melódica que canalla. No hay solución de continuidad ni apenas presentaciones en un set list calcado que van paseando de plaza en plaza sin dejar ni un fleco sin atar. Son jóvenes, sí, pero tienen una enorme conciencia de clase, y eso es un plus para conectar con unas canciones repletas de metralla.
Decir que es casi imposible seguir la cabalgada rítmica de “Mourir d’ennui”, uno de los pocos temas grabados en su lengua materna, o que la guitarra translúcida de Roméo Kizmiaz, el principal y enfurecido vocalista, en “Let it out” se aferra a su tremenda devoción por los Stooges y la etapa más sucia de Iggy Pop, es quedarse a medias. Porque también acuden al poso rockabilly de “Stranger to myself”, al pogo de la expeditiva “Night Klub” o a su referencia inmediatamente anterior, el tema que titulaba su EP “Don’t look twice”. La segunda guitarra del desmelenado François Pepito –hasta sus nombres son encantadores-, el rudo bajo del espigado T. Boy Stoogeling y sobre todo el motor de combustión instantáneo que proporciona la batería del tremendo Mannah McNamara, el hombre de los tatuajes más molones de la escena (Keith Moon, Howlin Wolf o Chuck Berry se suceden en sus antebrazos, y un gran murciélago vampiriza su tórax en señal de poderío), le dan sentido a todo con una precisión y coherencia envidiables. ¿Hemos dicho ya que lo de este jueves fue una auténtica revelación?
Balazos como “Meet the man” podrían haber sonado en el CBGB del nuevo siglo sin la menor objeción, lo mismo que “Supermarket” servir de himno telonero de los Ramones en aquel y cualquier tiempo, y el glam-rock de “Leavin’ with me” podría servir de excusa en cualquier fiesta amenizada por Slade, aun a riesgo de resultar obvios. No estamos hablando de remedos sino de algo mucho más divertido y con visos de continuar en próximas entregas. Ya es una máxima conocida en el rock and roll aquella que afirma que menos es más y que más es demasiado. La planicie de un sonido sin demasiados recovecos se suple con la plenitud y el convencimiento. El nuestro ya lo tienen: Les Lullies van a sonar en más de una playlist que confeccionemos a partir de ahora, y cuando vuelvan, que estamos seguros de que lo harán, seremos ya amigos inseparables. En una ciudad cualquiera, una noche de primeros de otoño, el ecuador de la semana puede reservarte cincuenta minutos de diversión sin que acabes de ser consciente de que tardarás mucho en olvidarlos.