Por: Kepa Arbizu
La música, atendiendo a su estricta definición, es la sucesión y combinación de sonidos. Una coordinación en la que sin embargo también interviene, más o menos decisivamente, el uso de los silencios. Una habilidad de la que han hecho todo un arte algunos intérpretes, como es el caso del estadounidense Bill Callahan, quien lleva ejecutándola desde su periplo por el grupo Smog y que en solitario ha seguido practicando y perfeccionando. Minimalismo formal, siempre asociado a un folk austero, que por otro lado ha facilitado la asunción de un calado reflexivo que aunque ni mucho menos ha abandonado para su más reciente álbum, “Shepherd in a Sheepskin Vest”, sí que ha orientado hacia un territorio algo más optimista y luminoso.
Las características que adornan estas composiciones, nada menos que veinte, no son una mera reacción al alto espacio de tiempo -seis años- transcurrido respecto a su trabajo predecesor, “Dream River”, sino el resultado natural de todo lo vivido en el transcurso de ese periodo. Estamos refiriéndonos a episodios tan trascendentes como la muerte de su madre y sobre todo su enlace matrimonial con Hanly Banks y el nacimiento de su hijo, lo que ha derivado necesariamente en la configuración de un nuevo, y feliz, entorno personal. Reestructuración que ha alterado, como es lógico, el color de la mirada hacia su alrededor y por ende la forma de expresarse artísticamente. Una actitud que además queda refrendada por un título que hace referencia tanto a la simbología pastoral, por aquello del rebaño asociado al núcleo familiar, como pastoril, en cuanto a la visión -en muchas ocasiones- idílica que traslada de ese tipo de existencia.
Apoyado en Brian Beattie, y recayendo en ambos casi la exclusividad a la hora de poner en marcha el decorado instrumental que irá desfilando a lo largo de las canciones, no será dicha presencia sin embargo la que resulte novedosa sino el tipo de representación adquirido. Los detalles que con sutilidad siempre han asumido un protagonismo a la hora de definir en toda su complejidad las composiciones, ahora se orientan para trazar un contexto más luminoso en el plano formal. Una alteración aplicable también a unos textos que pese a no variar en cuanto a las interrogantes vertidas exponen unas respuestas o planteamientos originales respecto al habitual ideario de su autor.
Tal es la necesidad por querer reflejar que este regreso afecta tanto al aspecto temporal como al almacenamiento vital con el que llega cargado, que su canción introductoria es una bienvenida explicita, “Shepherd’s Welcome”, con la que presentarse dispuesto a relacionarse con el oyente bajo otros parámetros, algo que hará por medio de una canción que alterna un sonido "profesional" con otro más casero y amateur. Una reflexión entorno a la escritura a la que volverá a referirse en “Writing”, ejercida con aires trovadorescos, contexto sobre el que destaca un tono de voz marcado cada vez en mayor medida por esa cálida y serena profundidad -lo que la convierte en excelente aliada en la misión del álbum- que a estas alturas parece instalada entre Nick Drake y Terry Callier.
El continuo -y en ocasiones imperceptible, dada esa delicadeza con que muchas veces es tratado- goteo de detalles musicales es el salvoconducto perfecto para que el disco pueda oscilar entre el maravilloso tono country-western de una metafórica “Black Dog on the Beach”, con la que evocar a su padre; ademanes de crooner jazzístico (“Angela”) o desarrollos instrumentales dignos de una jam session en “Camels”. Un paso más allá en la elección del revestimiento con el que decorar los temas se descubrirá entre las nerviosas y atiborradas bases, incapaces pese a todo de perturbar el sosiego vocal imperante, de “Call Me Anything” o en el contenido que esconde el brillante y cómico titulo de “The Ballad of Hulk”, donde jugueteando con “ruidos” ejercita una mirada a ese pasado, siempre en contante acecho, más airado.
Pese al ya insistentemente mencionado entorno bucólico en el que parece sumergido el álbum, las maneras genéricas que exhibe este músico estadounidense son, pese a los matices, proclives a un tipo de sonido que alcanza una hondura tal que inevitablemente le hace estar relacionado con otras personalidades de sobrio dramatismo como pueden ser Mark Kozelek, John Martyn o Bonnie “Prince” Billy. Todas voces que dejan su eco en una serie considerable de temas de este álbum, valgan como ejemplo la colosal “Morning Is My Godmother”, sujeta por sonoridades con esencia de blues; una “Released” que desde su susurro emerge con categórica angustia; el poso melancólico con el que carga una bellísima “Son of the Sea”, todo un retrato de su actual estado emocional, o la escrupulosa sobriedad encaminada a recordar, y homenajear, a su madre en “Circles”.
Bill Callahan cuenta con una carrera lo suficientemente extensa y exuberante en cuanto a calidad como para que no cause sorpresa el sobresaliente nivel logrado en este actual capítulo. Lo que llama la atención es que con “Shepherd in a Sheepskin Vest” ha encontrado nuevos subterfugios con los que emocionarnos, y lo consigue expresando, y haciéndonos partícipes, del buen momento vital en el que se encuentra. Una sonrisa que ha hecho extensible a su personal y genial manera de encarar ese sonido de raíces siempre atravesado por una sobrecogedora mesura. Pocas cosas más gratificantes se puede encontrar el ser humano que la capacidad para poder compartir su felicidad, y si se hace bajo un envoltorio de tanta belleza como éste, entonces los afortunados, además del autor, seremos todos nosotros.