Sala Ambigú Axerquía, Córdoba. Viernes, 22 de marzo del 2018
Texto y fotografías: J.J. Caballero
Nos estamos acostumbrando, no sé si mal, a que la programación de la sala Ambigú Axerquía nos obsequie con perlas de la escena alternativa y de ese lado de la escena musical que no ocupa demasiadas líneas en prensa ni cuota de pantalla suficiente si nos atenemos al mérito que exhibe. El rockabilly, el germen y esencia del primitivo rock and roll en cuanto se hermanó con el swing y otras músicas negras, ha acaparado la atención de su público en las últimas semanas, y es un verdadero lujo comprobar que no solo el seguidor potencial de dichos universos sonoros empieza a salir del letargo al que el largo y frío invierno parecía haberles sometido, sino que en general el personal es más consciente de todo lo que se puede estar perdiendo. El lujo esta vez venía de la mano de unos británicos acostumbrados a sudar su merecido caché en salas de pequeño y mediano aforo, a los que uno había escuchado de refilón (la actualidad nos supera y la cantidad de discos y conciertos a los que atender tienden a sepultar cosas a las que se les debería prestar mayor atención) y que a partir de ahora escuchará con fervor y conocimiento de causa. Pero en la previa también hubo material inflamable, y del que caldea fácilmente cualquier estancia que se preste.
La Perra Blanco no es otra que Alba, una algecireña de imagen poderosa que podría ser toda una estrella del rock si quienes la ven y escuchan se lo propusieran. Suele presentarse en formato trío, acompañando su guitarra rítmica con contrabajo y batería y revisionando estética y sonido "fifty" con tanta sabiduría como ilusión. Ha tocado en varios festivales dentro y fuera de España y me da la impresión de que es precisamente por esos mundos de dios donde recibe las oleadas de comprensión y cariño que aquí parecen resistírsele a gran escala. No inventa nada ni posee un sello propio con el que identificar y disfrutar sus canciones, pero no le hace ninguna falta. Es una fantástica instrumentista que sabe dónde está la raíz y va directamente al lugar en el que se halla. Monstruos como Jerry Lee Lewis, Gene Vincent o incluso Johnny Cash guían sus movimientos sin que ella quiera desprenderse de su mítico halo. Y hace muy requetebién, porque en Córdoba demostró que con un poco más de suerte y riesgo –parece mentira que se tenga que usar dicha palabra para hablar de la aceptación masiva de un género que hizo que todo saltara por los aires- por parte de programadores varios puede ser un nombre con más futuro que presente. La vocación es la clave.
Cuando un canadiense llamado Spencer Evoy tocaba su saxofón ante la clientela del londinense MFC Chicken los grasientos dedos de más de uno y una pasaron de empujar entre los dientes las correspondientes alitas de pollo a tañer cuerdas imaginarias que acompañaran las vibrantes notas que esparcía por toda la calle. Bret Bolton tocaba el bajo y ensayaba en el humilde piso que ocupaba justo encima del citado local y decidió, movido por el impulso irresistible de formar el germen de una banda con tan exótico individuo, convocarlo a una próxima jam session con el fin de comenzar una aventura que dura ya unos cuantos años y ha proporcionado álbumes que son pura fiebre rítmica, como el grabado en 2017, de título "Going chicken crazy", que les está llevando a encabezar los carteles del décimo aniversario de FOLC Records, el fantástico sello fundado por Los Chicos para dar voz a proyectos que de otra manera se perderían en el maremágnum de lanzamientos subterráneos destinados casi exclusivamente a su supervivencia en vivo.
En una banda de sus características, en la que la conexión con el público es inmediata desde las primeras afinaciones, es fundamental la buena presencia, con los lazos del gran Mortadelo del rock británico, el gran Ravi Low-Beer, y la indumentaria elegantemente anacrónica del guitarrista y segunda voz Alberto Zioli, secundando la alocada presencia del líder. Se recrean en una mezcla de rock de garage menos sucio de lo habitual en el género con frenético rhythm and blues de escuela británica y una exacerbación de las posibilidades escénicas, con mínimas coreografías y continua interacción con la audiencia. La absoluta empatía se nota en la fiereza de "New socks", "Voodoo chicken" o "Every girl on the tube", arrebatos de lujuria sonora que quemaría los asientos de cualquier anfiteatro. Le ponen música de evasión a la sinrazón romántica de "Striptease girl" y el toque justo de melancolía a "Holloway Road", un pequeño guiño al lugar en el que nació su pequeña gran historia. Al instante se burlan del amor y sus consecuencias en la brutal "Love is gonna fuck you up" (dudo de que alguien pueda ser más explícito al respecto) y se miran el ombligo con coherencia en "Comanche" y la exuberante revisión del "Lucille" de Little Richard. La devoción a sus orígenes, armónica por delante, les delata en "Chicken baby" y "Chicken shack" y la locura bien entendida les aborda en "Lake bears", "Beach Patty" y el colofón inevitable de "Psycho", el traje perfecto que The Sonics les hicieron hace más de una década. Lo de esta gente son balas disparadas justo al centro del objetivo, y si se desmelenan en el intento se sacan el peine del bolsillo y todo vuelve a estar en perfecto estado de revista.
En una banda de sus características, en la que la conexión con el público es inmediata desde las primeras afinaciones, es fundamental la buena presencia, con los lazos del gran Mortadelo del rock británico, el gran Ravi Low-Beer, y la indumentaria elegantemente anacrónica del guitarrista y segunda voz Alberto Zioli, secundando la alocada presencia del líder. Se recrean en una mezcla de rock de garage menos sucio de lo habitual en el género con frenético rhythm and blues de escuela británica y una exacerbación de las posibilidades escénicas, con mínimas coreografías y continua interacción con la audiencia. La absoluta empatía se nota en la fiereza de "New socks", "Voodoo chicken" o "Every girl on the tube", arrebatos de lujuria sonora que quemaría los asientos de cualquier anfiteatro. Le ponen música de evasión a la sinrazón romántica de "Striptease girl" y el toque justo de melancolía a "Holloway Road", un pequeño guiño al lugar en el que nació su pequeña gran historia. Al instante se burlan del amor y sus consecuencias en la brutal "Love is gonna fuck you up" (dudo de que alguien pueda ser más explícito al respecto) y se miran el ombligo con coherencia en "Comanche" y la exuberante revisión del "Lucille" de Little Richard. La devoción a sus orígenes, armónica por delante, les delata en "Chicken baby" y "Chicken shack" y la locura bien entendida les aborda en "Lake bears", "Beach Patty" y el colofón inevitable de "Psycho", el traje perfecto que The Sonics les hicieron hace más de una década. Lo de esta gente son balas disparadas justo al centro del objetivo, y si se desmelenan en el intento se sacan el peine del bolsillo y todo vuelve a estar en perfecto estado de revista.
MFC Chicken es un nombre fundamental en el circuito actual de rock and roll puro y duro, y cualquier concierto en el que se les permita exhibir su incontestable poderío es la prueba definitiva de que debemos escucharles con cierta regularidad si no queremos que el espíritu decaiga ni la vida nos engulla en sus miserias cotidianas. Es música de evasión, probablemente, pero nada es más necesario en los tiempos que corren.