Sala Ambigú Axerquía, Córdoba. Viernes, 30 de noviembre del 2018
Texto: J.J. Caballero
Fotografías: Raisa McCartney
No debe ser fácil presentar una propuesta en teoría tan árida y arriesgada como la de los chilenos La BIG Rabia ante públicos díscolos, heterogéneos y algo despistados en general ante lo que han venido a ver, que aunque parezca imposible por el ambiente que se respiraba en concreto en esta ocasión en la sala Ambigú Axerquía también había gente que estaba allí por la música y nada más que por la música. El dúo, sin más armas que una batería básica y una guitarra avezada en el blues, sigue sorprendiendo después de haber grabado ya cuatro discos prácticamente desconocidos y haciendo hincapié especialmente en el último, ya reseñado en estas mismas páginas, en el que profundizan en la fusión de la tradición de la música negra (el origen de prácticamente todo lo que derivó después en lo que hoy se conoce como rock) con la folclórica propia, componiendo y lanzando en directo fogonazos de cumbia, bolero y tintes latinos en general para demostrar que todo funciona si se sabe hacer de la forma correcta. Sebastián Orellana e Iván Molina son dos tipos bien asesorados y mejor rodeados, no solo en la producción de sus discos (Pedro de Dios, alma de Guadalupe Plata, los introdujo en el mercado hace ya algún tiempo) sino en el sudor que impregna su estética retro de tequila, mezcal y frijoles. Suenan a taberna vieja y amores tan revolucionarios como un buen desamor, y abren un concierto que subiría después al escenario a sus dos más recientes padrinos sonoros: Paco Lamato y Raúl Fernández, a las guitarras de la banda de Pájaro. Todo queda en familia y con buenos alimentos de por medio, porque "Mi compromiso", "Mujer sin alma" o "Será mejor" son grandísimas canciones que ganan en directo con cada escucha, con cada riff y gota de sentimiento desbocado. No están a estas alturas para ejercer de teloneros de nadie, por muy ilustre que sea el nombre que los suceda, sino para defender un proyecto único y dejar un sabor de boca agridulce, por la intensidad y el calado que dejan sus actuaciones.
Lo de Andrés Herrera Ruiz, el Pájaro más sabio del rock sevillano y universal, es ya harina de otro costal. Con una banda remozada y reforzada en la batería por el omnipresente Antonio Lomas, sabe que sus poderes han aumentado con la apertura rockera de su última entrega, un "Gran Poder" desmenuzado en su corazón por las guitarras canallas y el escalofrío semanasantero –seña de identidad permanente- de una trompeta pocas veces encajada con tanto tino en unas canciones fronterizas en esencia y mutantes en piel. En las instrumentales "Corre, chacal, corre" y "Santa Leone" dibuja la banda su perfil singular, con un Pájaro nunca desprendido de la devoción por un Silvio que lo hizo ser quien hoy es. Un músico fajado en mil frentes, que ha estado abajo y arriba y que contempla la vida artística que le queda por disfrutar con cierto escepticismo y un humor irreverente que se antoja necesario, especialmente en ocasiones como esta en la que la falta de respeto y el exceso de conversaciones intrascendentes amenazan con mermar el efecto deseado por la banda. La canción italianizante que aprendió a apreciar de la mano de su maestro tiene su cuota de protagonismo con "Perché" y "Viene con mei", donde el swing y la corriente del pop de los sesenta se unen con solución de continuidad. Don Andrés, con camisa naranja ribeteada de motivos brillantes, cual sheriff de un pueblo polvoriento y perdido de la frontera, cuenta su pasión por la música, su admiración por unos músicos que lo llevan en volandas y su desprecio, bañado en ironía, por todo aquel que se crea superior ideológicamente. Tal vez las indirectas que lanzaba en determinados momentos, perfectamente comprensibles, a aquellos que ignoran toda noción de educación cuando acuden a un concierto –seguramente cuando el efecto de las sustancias consumidas les devolviera a la realidad hasta podrían pasar por buenas personas- y no solo no lo ven ni lo escuchan, sino que impiden que los demás hagan lo propio. Afortunadamente él y los demás están ahí para tocar "Los callados" en forma de paradoja, y para que "Lágrimas de plata" y "Rayo mortal" suenen expansivas, dando espacio a cada uno de los músicos y poniendo el listón bien alto para que la próxima vez que nos visite tengamos el gran recuerdo que algunos se empeñaron en empañar. Hasta el final, con "A galopar" tocando el corazón de muchos que no apreciamos, por edad y circunstancias, la grandeza de un músico tan inteligente como Paco Ibáñez ni la inmortalidad de la poesía de Rafael Alberti, la cosa solo fue a mayores en varios sentidos. Quedémonos con el bueno.
Que a estas alturas de la película sigan existiendo personajes a quienes los conciertos solo les resultan atractivos como fin último de sus correrías diurnas no debería sorprendernos. Que a muchos y muchas les traiga al pairo que haya gente que pague una entrada –sí, igual que ellos, pero eso no les da derecho a imponer su santa voluntad por encima de la de los demás- para disfrutar de sus bandas favoritas sin agobios ni elementos de disturbio en una sala entregada a la causa, resulta no solo indignante sino directamente patético. Afortunadamente, la música está por encima de ellos y ellas. Y los músicos, estos músicos, también.