Ambigú Axerquía, Córdoba. Sábado, 10 Noviembre del 2018
Texto y fotografías: J.J. Caballero
No es fácil llenar una sala de aforo medio haciendo música instrumental. Entender el concepto como primer paso, disfrutarlo a continuación y acudir en masa cada vez que se te presenta la oportunidad como último y a la vez original deber. Cuando dos de esas bandas arriesgadas, únicas y entregadas a una causa a priori perdida en tiempos de inmediatez y exageraciones sonoras, se atreven a plasmar sus historias densas y a flor de piel en un escenario la ocasión es ciertamente singular y el gozo mucho mayor. En la sala Ambigú Axerquía de Córdoba se vivió un lleno prácticamente histórico para dar luz –en contraste con la oscuridad de ambas propuestas- y acallar voces –las de las respectivas bandas y también, en otro sorprendente giro, las de la inmensa mayoría del público- a unos músicos brutales que aprovecharon el espacio y el tiempo concedido en una demostración palpable de que querer y poder son dos verbos identificables aunque no a menudo conjugados al mismo tiempo. No es que sepan cómo hacerlo, sino que lo hicieron con sobriedad y superando la teórica frialdad del asunto.
Bear, The Storyteller son cuatro cordobeses unidos por un propósito claro, que no es otro que el de gritar sin garganta los versos de cuentos imaginados en sueños e imbuidos de la realidad más abrumadora. Las historias nunca narradas que atesoran en su imaginación se traducen en un juego apasionante de violoncelos, guitarras etéreas y base instrumental mínima pero contundente que mira de cerca a paisajes oscuros como el del Glasgow de Mogwai o incluso más intrincados como el agreste del Canadá de Godspeed You Black Emperor. Las máscaras con las que inculcan aquello de que lo importante no es la identidad sino con quién o cómo te identificas no consiguen ahuyentar los fantasmas, ni los suyos ni los del oyente, y el respeto con el que los reciben sus paisanos se sumerge en los arreglos de "Diana!", "Come here, animal" y "Sotres" con un eco contenido a modo de respiración y una inmensidad onírica que engulle el aire y lo devuelve lleno de misterio. Esta joven banda no es solo una de las gemas ocultas del post-rock hispano sino también una de las más personales. Para no ser plato solicitado por mayorías el lucimiento fue más que evidente y en consecuencia nuestra satisfacción más intensa.
En otra liga, aunque de similar perfil, juegan Toundra. El cuarteto comandado por la guitarra de Esteban Girón es ya un tesoro descubierto para el enriquecimiento colectivo. Triunfan en media Europa y parte del continente americano y encuadran sus discos bajo epígrafes numéricos únicamente para diferenciar cada colección de canciones. En el último, bautizado "Vortex" en honor a una de las salas germanas a las que sus seguidores acuden como legión, lanzan nuevas ondas expansivas aún más devastadoras y agrandan poderío en el profundo agujero de "Cobra", "Tuareg", "Kingston Falls" y "Mojave", heridas abiertas de sangre instrumental y mojadas con el aceite de otras cosechas provechosas como las de "Bizancio", "Kitsune" y "Oro rojo". El color de sus balas es precisamente ese, el granate del fluido necesario para la vida, y las consecuencias de sus ataques normalmente impredecibles. Salir de un concierto de estos tipos es equiparable a una resaca de vino aguado, la única diferencia es que tu estómago lo agradece mucho más y el efecto perdura en tu cabeza durante bastante más tiempo. Se recrean y dan cancha a los respectivos instrumentos, hacen incursiones previstas pero imparables y miran a un "Cielo negro" de carbón inmaterial con ojos bien abiertos de rabia y seguridad en sí mismos. Después de su apabullante victoria entiendes por qué en una ciudad habitualmente acomodada empieza a haber gente que intenta revertir la situación. Lo único que necesitan para actuar es escuchar la llamada adecuada.