Brett Anderson, cantante y alma máter de Suede, recuerda en el prólogo de su reciente autobiografía que "los dos últimos álbumes que he grabado han tenido mucho que ver con la familia y la sensación de linaje que la paternidad le imprime a uno". Linaje y madurez, dos conceptos sobre los que gira "The Blue Hour", el último disco de los británicos, con el que cierran la trilogía de su segunda época, tras publicar "Bloodsports" (2013) y "Night thoughts" (2016). Se trata de un álbum nocturno, con una narrativa cercana a lo operístico y un sonido muy alejado de la vitalidad "britpopera" de "Coming up" (1997) y coetáneos parecidos. Olvidémonos de hits comerciales y estribillos pegadizos para cantar en karaokes. Ya no perseguimos dragones. Los años pasan y esa palabra (madurez) se ha instalado definitivamente en el discurso musical de la banda de manera responsable y, por qué no, solemne en su elaboración.
"The Blue Hour" es un disco que se desenvuelve en la primera escucha con untuosidad pero que conviene repasar posteriormente para apreciar mejor las atmósferas luminosas que desprende esa aparente oscuridad inicial. Por otro lado, sin ser un álbum conceptual per se, la idea general sí que se asemeja al concepto de crear, no tanto un álbum repleto de singles sino un "todo", como una composición de pop orquestal, con diferentes movimientos perfectamente unidos. Por eso no es un disco hecho para reproducir sus canciones aleatoriamente en playlists. Quizás lo más aproximado a la idea de single convencional lo encontramos en "Don’t be afraid if nobody loves you", uno de los temas que más engancha y que, por esa razón, fue uno de los adelantos que pudimos oír el pasado verano. Pero no nos equivoquemos, estamos más cerca de la banda sonora de un musical que de un álbum de pop convencional.
Por eso, cuando termina el primer tema, "As One", dan ganas de levantarse y aplaudir. Parece la introducción del primer acto de la representación de una ópera de marcados tintes góticos. Los arreglos orquestales de la Orquesta Filarmónica de Praga, sobe todo sus coros, intensifican ese toque épico e intimista a partes iguales, apoyados por el dramatismo interpretativo de Brett Anderson, los teclados de Neil Codling, las guitarras ochenteras de Richard Oakes y el ritmo contenido del bajo de batería contenida de Simon Gilbert. Este estilo confesional al borde al acantilado queda plasmado en "Roadkill", donde Anderson saca su tono de voz más grave en una especie de speech a lo Morrison en "An American Prayer", pero más ambiental y cubierto por texturas de cuerdas. También hay temas muy reconocibles de unos Suede con la piel más curtida, como "Wastelands" o "Life is golden" y otros donde, sin perder la contención de este recital cuasi operístico, nos ofrecen un momento de calma, como sucede en "All the wild places".
El trabajo en la producción del aclamado Alan Moulder (dejando en el banquillo al habitual Ed Buller) le da el toque ligeramente aéreo que permite pasar de canción en canción sin apenas un atisbo de pausa. Por último, los temas que cierran este trabajo, "The invisibles" y "Flytipping", alejará definitivamente a los nostálgicos de aquellos Suede de los 90 (a excepción del Dog man star del 94), sobre todo en la última canción, en la que saben administrar sus fuerzas dentro de una progresión in crecendo con toda la orquesta elevando la criatura hacia los cielos. Los británicos han conseguido un trabajo exuberante con el que pueden defender con orgullo su linaje pero que les puede alejar de los (fútiles) cánones actuales sobre cómo se debe escuchar un disco.