Por: J.J. Caballero
Parece un milagro que en plena era digital, cuando los formatos se despojan de importancia en aras de escuchas rápidas, someras y aligeradas de profundidad y el sonido ha dejado de ser la clave para disfrutar de un disco en toda su plenitud, haya artistas que siguen vendiendo cientos, incluso miles de discos cada vez que salen del estudio con un nuevo trabajo que enseñar. Probablemente Manolo García, que ya acumula una trayectoria en solitario superior en número a su etapa grupal junto al gran Quimi Portet en los añorados El Último de la Fila, no sea un caso único al respecto pero sí uno de los más elocuentes. Sin saber muy bien por qué (o sí), cuenta con un número ingente de seguidores para quienes la fidelidad es absoluta e incondicional, y que incluso no necesitan escuchar la cantidad o calidad de la nueva hornada de su ídolo para agotar las entradas de la correspondiente gira en cuestión de semanas. Debe ser su personalidad o su perfil artístico, de naturaleza humilde y concienciada, o el mimo con el que presenta sus grabaciones, en las que además de letras, créditos y fotografías, suele incluir una colección de pinturas de su cosecha que adornan y complementan unos libretos bonitos y un trabajo de edición de lo más atractivo. Ahora vuelve por donde solía con "Geometría del rayo", octavo disco en solitario del catalán si contamos el directo que publicó hace unos meses y si no incluimos otras recopilaciones de maquetas y directos al calor del éxito que poco o nada aportaron en su momento a una discografía coherente pero que ha adolecido con demasiada frecuencia de acuciantes síntomas de agotamiento a nivel creativo.
Hay quien afirma que en esta ocasión García suena "diferente", que ha mejorado su sonido y que los arreglos están marcadamente distinguidos respecto a anteriores entregas. Para empezar, repite autoproducción en el mismo estudio norteamericano en el que grabó su trabajo previo y sigue confiando en la base de las guitarras del irlandés Gerry Leonard, último colaborador del difunto David Bowie, uno de sus grandes referentes. Ahora convoca a un solvente equipo de féminas curtidas en grabaciones lujosas con Norah Jones, Ryan Adams, Jack White o el mismísimo Steven Tyler en una dirección musical más que interesante que combina con otra realizada en casa, en su habitual estudio de Girona con parte de la banda que lo acompañó en la gira de recuperación del legado –maravilloso- de Los Rápidos y Los Burros. Una ensalada, pues, de mezclas y de personal para el cada vez más complicado logro de llegar a un trabajo redondo. En esta ocasión, salvo algunos momentos realmente inspirados, tampoco consigue hacer saltar la chispa de la emoción en demasiadas ocasiones a fuerza de repetirse y confundir profusión de arreglos con puzzle instrumental y el uso forzado de términos en desuso, aunque bellos, en lengua castellana con su habitual pretensión poética. Ejemplos: "Nunca es tarde", elegida como presentación, es un más de lo mismo, y otras "manoladas" de perfil bajo como "Humo de abrojos", "Quiero esa pasión" o "El frío de la noche" vuelven a intrincar versos sin chispa en los que chirrían frases inesperadas ("estar en el embolao") y cambios de tercio faltos del gancho de otros tiempos.
En cambio, hay cierta inquietud por salirse del guión en la fantástica balada a piano "En tu voz", en la que funcionan los coros doblados por él mismo; la esperanza desesperada apoyándose en las potentes guitarras de "Las puntas de mis viejas botas"; la base roquera, mucho mejor cuanto más simplificada, de "Si todo arde"; el mensaje tremendista de "Urge", un medio tiempo intensísimo; y el tramo en el que empalma dos colaboraciones antológicas: las de Carles Benavent y Jordi Sabatés, históricos del jazz en nuestro país, en la preciosa "Dime dónde estás", y la de Toti Soler, virtuoso en la sombra de múltiples artistas y discos de música clásica, cuya guitarra brilla en "Me gustas", acolchada por la amable percusión del cantante. Sin duda, lo más estimulante de un trabajo que se estanca en "Ruedo, rodaré" (¿era necesaria la colaboración de su hermana Carmen en el estribillo?), "La llamada interior", "Océano azul" (otro medio tiempo intrascendente disfrazado de poesía) o "La gran regla de la sabiduría", enésimos reflejos de una marca que puede seguir pesando entre quienes siempre pedimos más riesgo, más incomodidad y mucha menos autocomplacencia a un músico por lo demás impecable. Las buenas intenciones y el disfrute personal a veces pueden estar reñidos con el tino y el aplauso sumiso de un público que cada vez es menos exigente. Trabajo, voluntad y conocimiento se le suponen a Manolo García. Solo le falta un poco más de inspiración en un álbum espeso, lleno de contrastes no siempre interesantes que, otra vez, complacerá mayormente a los ya conversos a su causa sonora.