Por: J.J. Caballero
El nombre y apellidos de Julio de la Rosa suelen ir asociados con música difícil, poesía existencial y otros apelativos manidos para describir el arte al margen de convenciones y oídos acomodados. Cierto es que la obra del ex Hombre Burbuja no invita hasta el momento precisamente a la algarabía ni a la exaltación de grandes estados de ánimo, pero es loable el intento que hace en este "Hoy se celebra todo" por ir más al grano y sonar más accesible y concreto que en los otros dos títulos de la trilogía que ahora cierra. En "La herida universal" (2010) y "Pequeños trastornos sin importancia" (2013) hablaba de lo que sabe, la vida y sus tremendos zarpazos y la muerte como fin y sentido de la más pura existencia. No quiere ello decir que este trabajo sea plenamente luminoso ni demasiado claro en sus pretensiones, que eso ya es un sello de la casa, sino que al menos las heridas que habitualmente deja abiertas en sus recitados parecen sanar con mayor prontitud. Tanto es así que en el réquiem por uno de sus más estimados amigos establece un atractivo juego de versos con la inevitable aspereza (sucede en "Malapascua"), dejando claro que los tiros siguen viniendo por el mismo sitio.
De la Rosa es ante todo un escritor más que un cantante, un prosista hiperdotado para la metáfora que se excede en las formas muy a menudo ("Oceanario", sin ir más lejos, es demasiado densa para captar el aluvión de imágenes que invoca) pero es capaz al mismo tiempo de pasar por un músico delicado y sensible (suaviza la impresión en "Celebrando la suma", mucho más certera) que ya no está tan enfadado con el mundo e intenta que sus canciones suenen un poco más bonitas que de costumbre. La aridez, sin embargo, es inevitable en una tonada que marca los límites del deseo como "Juegos de mesa" o en un retrato del maltrato perfectamente perfilado como "Con las cosas que pasan". Es ahí donde el trovador escéptico vuelve a aflorar, con su proverbial vena de observador implicado e incisivo, irregular en el spoken word de la nostálgica "El desvarío de un superviviente", que no es otra cosa que el prólogo de su novela "Wendy y la bañera de los agujeros negros" hecha canción, y existencialista en la pretensión autobiográfica de las situaciones y personajes descritos. Su lo-fi elegante proporciona la intimidad necesaria para disfrutar el contexto sinfónico de "Asueto" o la incipiente electrónica de "Las puertas", uno de los temas donde su personalidad queda más al descubierto.
El lounge de perfil bajo y el aura de malditismo nunca dejarán de acompañarle, y quizá precisamente por eso haya mucha gente que no acabe de conectar con su visión artística, frecuentemente sobrevalorada. No es Nick Cave ni Tom Waits, ni siquiera alguien que se le parezca, pero a veces nos lo creemos. Sobre todo cuando ponemos alguno de sus discos en la intimidad de una noche oscura llena de pensamientos indecentes.