Alejandro Escovedo, vendaval de rock

Kafe Antzokia, Bilbao. Martes, 21 de marzo del 2017

Por: Kepa Arbizu
Fotografías: Lore Mentxakatorre

¿Se puede ser una estrella del rock ‘n’ roll sin que tus giras se definan a base de abarrotados estadios ni ocupes los últimos segundos de algún telediario de turno? Rotundamente sí, y el mejor ejemplo de eso es alguien como Alejandro Escovedo. Y es que dicho status, en este caso, viene adquirido por lo que es, y sigue siendo, una carrera ejemplar que le convierte en un referente -receptor de una altísima consideración y admiración- para una buena parte de la profesión. Eso significa que pese a que las ciudades a su paso no se pueblen de carteles que anuncien su visita, ésta es de extremada relevancia para la música.

De origen mexicano, y perteneciente a una saga familiar eminentemente musical, donde quizás el miembro más destacado sea su hermano Javier (The Zeros), su paso por diferentes y variadas bandas (The Nuns, Rank and File) se ha convertido a la larga en un elemento clave a la hora de constituir un perfil entroncado con el rock clásico pero incapaz de escapar de ese espíritu abrasivo del punk, al margen de otros muchos condicionantes. En esa trayectoria, jalonada de diferentes episodios oscuros vitales e incluso una reciente lucha -saldada con victoria- contra una grave enfermedad, aparecía el pasado año su disco “Burned Something Beautiful”, una nueva prueba de su infinita energía y calidad. La gira emprendida para mostrar esas nuevas composiciones era la oportunidad ideal para corroborar el diagnóstico que nos arrojaba dicha grabación.

Antes de alcanzar ese momento llegó el turno de The Bellfuries, procedentes también de Texas, que en el difícil trago de hacerse con una (mermada todavía) audiencia expectante, no solo convencieron sino que ejecutaron de manera excelente una propuesta, marcada decisivamente por ese sonido clásico de Dion & The Belmonts, Carl Perkins, Buddy Holly o The Everly Brothers, sin atisbo ninguno de un revivalismo en blanco y negro. Una habilidad tanto instrumental como vocal que nos cameló en su primera parte haciendo hincapié en su faceta más romántica-nostálgica, con intensidad a veces (“Bad Seed Sown”) y principalmente con delicadeza, ya sea en “Make the Mystery No More” o en la bellísima “Just Remembering”, pero que apabulló y atrajo definitivamente al respetable con energía en la trotona “Baltimore” o con una musculosa interpretación de “Beaumont Blues”. Exquisito anticipo.

Presentados a sí mismos como representantes de la “música romántica italiana”, la banda Don Antonio, pese a contener algo de eso, demostraron en su breve carta de presentación antes de mostrarse como escoltas de Escovedo, una tarea que ya habían desempeñado con otros anglosajones como Dan Stuart o Howe Gelb, las cualidades que les adornan. Entre ellas mostraron la capacidad para pasar de un tono insinuante, creador de unas atmósferas siempre con el aire mediterráneo rozando su ejecuciones, a cabalgar con dureza entre el garage-surf. Unos elementos que resultarían claves a la hora de ornamentar, y en buena medida transformar, el repertorio del músico estadounidense, como quedó patente desde el inicio con la extensa “Can’t Make Me Run”, envolvente en ese ambiente urbanita que desprende. Rápidamente sin embargo iban a evidenciar que una de las finalidades primordiales era hacer un exquisita demostración de poderío eléctrico, en algunos momentos incluso en demasía, para lo que se valieron, entre otros, de dos pildorazos procedentes de su último álbum “Horizontal” o “Shave the Cat”. El incendio había empezado, pero pronto sería sofocado aunque con un material inflamable de otro calibre.

Cargado de una guitarra acústica, Escovedo acometió un set reducido pero de una inabarcable belleza y emoción. Para ello recurrió en primer instante a la composición realizada por Chuck Prophet, ideada en origen para Jeffrey Lee Pierce pero destinada ahora por la lúgubre efeméride a Chuck Berry, “Sister Lost Soul”. Auténticamente sobrecogedora como también lo fue, la dedicada a su hijo Diego, "Down in the Bowery". Todavía más explicativo, respecto al origen y contenido de la canción, se manifestó en el intenso medio tiempo que es “Bottom of the World”. Como si de un Ray Davies contemporáneo y crepuscular se tratara interpretó “Farewell to the Good Times”, justo antes de hacer el gesto a la mesa para desconectar definitivamente su guitarra. Había finalizado este nostálgico y maravilloso impás.

Entramos en la tercera, y definitiva, parte del show. “Sally Was a Cop”, por su estructura original, se presentaba como un tema ideal para desarrollar los parámetros en los que se estaba manejando la noche, con sus aspectos ochenteros y atmosféricos era idónea, como fue, para alargarla y alambicarla más. Tras ella, el soniquete ya reconocible de la guitarra de “Luna de Miel” nos empujó a otro certero ejercicio de punk-rock al que le siguió la también pegadiza, pero esta vez a base de esa épica springsteeniana, “Always a Friend”. Excelente final, pero todavía no el definitivo.


En el sonido de Alejandro Escovedo es fácil ver la huella de muchos nombres míticos (como lo es él ya) -algo que no menoscaba en absoluto su talento ni originalidad compositiva- y la influencia dejada desde ritmos incendiarios a los más tradicionales y relajados. Quién sabe si quizás por todo ello, por la intención de homenajear a alguno de ellos bajo su propia rúbrica, más todavía con la connivencia de la banda italiana, la noche acabó con dos versiones. Una de ellas, la más chocante por su transformación, fue “A Thousand Kisses Deep” de Leonard Cohen, que retorció e insertó en una atmosférica electrificación con una arriesgada pero muy solvente resolución. Bajo una mirada más standard, aunque repleta de desbordante energía, idónea para ser utilizada como despedida, se entregaron al “Like a Hurricane” de Neil Young, ampliamente acompañada por el público. Ambas adaptaciones deben de ser entendidas como el clásico paréntesis que se vive con el final de un show, y que por lo tanto ni incrementa ni disminuye sustancialmente lo que fue toda una lección de este veterano, más de 65 años, que si no ha logrado que su nombre se instale en la mente del seguidor medio no será desde luego por actuaciones como la ofrecida el martes en el Kafe Antzokia bilbaíno -en la que obligatoriamente hay que sumar en el resultado global a unos brillantes teloneros, The Bellfuries, y a una sorprendente banda como Don Antonio- donde dio sobrada muestra de una desmesurada energía canalizada en toda una lección de rock.