Por: J.J. Caballero
El poder de perdurar que tienen algunos grandes clásicos del pop es una cuestión que merecería un amplio y profundo debate. ¿Por qué en pleno siglo XXI seguimos escuchando y apreciando los nuevos discos de las bandas que hace veinte o treinta años copaban las horas de máxima audiencia en radio y televisión? ¿Cuál es el secreto de la supervivencia creativa de tantos obreros de la música y cómo se las ingenian para no renunciar a sus principios sin morir en el intento? Tal vez el álbum, el undécimo, que han grabado Madness, cuatro años después de su última y más irregular grabación, pueda servir como respuesta al misterio.
Las cosas bien hechas acaban encontrando su justo lugar bajo el sol. En esta ocasión, las locuras habituales del gran Graham ‘Suggs’ McPherson y sus adiestrados compinches lo han hecho casi todo bien, desde contar de nuevo con su inseparable ingeniero Clive Langer para que les dirija el sonido hasta buscarle un compañero perfecto: Liam Watson, el responsable de que otro clásico, este del rock independiente y titulado “Elephant”, pusiera el nombre de los White Stripes en la lista de los ganadores de un premio Grammy. El excelente trabajo de producción de “Can’t touch us now” es otro de los factores que no debería sorprender a estas alturas pero que acentúa las cualidades de unas canciones de corte tradicional en el sonido característico del grupo. Para darle un toque de contemporaneidad a la cosa, han orientado el álbum hacia un concepto global, alejándose de los hallazgos del pasado y de la idea que muchos tienen de la banda como aglutinadora de hits, pese a que aquí hay alguno bien claro como el primer single “Mr. Apples”, con todos los rasgos que puedan calificarlo de marca de la casa.
Mucho se ha escrito ya sobre la afiliación de Madness al ska tradicional, y quedan claras las afirmaciones al respecto si escuchamos un tema como “Mumbo Jumbo”, pero poco se ha dicho aún de su capacidad para oscurecerse e incluir efectos de sonido (de disparos en este caso), de la que hacen gala en “Grandslam”, donde incluso parecen reivindicar su gusto por el sentimiento tabernario de Tom Waits; siguen ahí, y se quedarán siempre, los coros tarareables de “Another versión of me” o la pluma afilada y afinada de McPherson en “Don’t leave the past behind you”, demostrando que el tono desenfadado pero profundo de las letras aún es otro de sus muchos atractivos. Aumentan la nueva oferta con unas gotas de soul en “You are my everything” y un homenaje sincero a la musa Amy Winehouse en “Blackbird”, tal vez uno de los temas más emotivos que hayan compuesto en los últimos años.
Con todo ello, los británicos vuelven a apostar por su receta musical, limitada en cuanto al menú pero rica en especias y flexibilidad, con la que hacen del pop una excusa festiva para contar y cantar lo que les ocupa y preocupa con la misma eficiencia y tino de siempre. Pasen los años que pasen, que nunca nos falten los clásicos, aunque no sepamos muy bien qué hacen ahí después de tanto tiempo.