Teatro Barceló, Madrid. Jueves 8 de junio del 2016
Por: Eugenio Zázzara
Fotografías: Eugenio Zázzara
Algún día habrá que preguntarle a Anton Newcombe si hay algo en el mundo que no le guste o, al menos, que no le interese. Sin contar con “Dig!”, por supuesto, donde sale un retrato no exactamente halagüeño del líder de los Brian Jonestown Massacre, aquí tramando con los colegas-rivales The Dandy Warhols. A excepción de la película de Ondi Timoner, el californiano parece absorber como una esponja cualquier estímulo que cruce su camino: desde el amor por los Stones al folk; de la psicodelia clásica sixties a su revival más logrado por los Spacemen 3 y Jesus & Mary Chain, pasando por los rangos más ruidosos de los My Bloody Valentine y hasta llegar a la renombrada pasión para el cine francés, antes que nadie Truffaut y Godard, que se ha compendiado en la banda sonora imaginaria de un posible filme de la Nouvelle Vague. Un espíritu inquieto y movedizo que, como paradoja, ha encontrado la cuadratura del círculo en la promiscuidad, y una legitimidad artística que, con alguna distinción, nadie parece tener el poder de rechazarle.
Sin embargo, en vivo lo que queda de este transformismo, de este mosaico de sugestiones es una dirección única, marcada por un sonido rotundo, masivo y contundente, que apunta de manera coherente a ser definido como psicodelia, dentro de lo que quepa utilizar etiquetas. Newcombe es el chamán que hereda el testimonio dejado por Kember y Pierce de los Spacemen 3 (he de decir que, al salir del concierto, me encontraba silbando “Hey Man” de la banda británica, tanta es la influencia que dejó en los americanos, y en mí mismo). Junto al líder, toma el escenario una guarda pretoriana de cinco músicos, en la que se cuentan hasta tres guitarras: a parte la de Newcombe, la de Ricky Maymi (un Dr. House encubierto) y la de Ryan Van Kriedt. Collin Hegna soporta las frecuencias bajas al bajo, junto al batería Dan Allaire. A los teclados Rob Campanella y luego, el más contundente e importante de todos: Joel Gion, el panderetista, el “Spokesman of the Revolution”. Alguien en el público se pregunta que cómo puede oírse tan bien la pandereta en todo ese follón, y coincido en la consideración. Anton se pone a la izquierda del escenario desde el punto de vista del público, lo que no deja de ser curioso, pero que subraya la voluntad del americano de ponerse como primus inter pares entre sus compañeros.
Al poco tiempo, en la sala se crea una atmósfera magnética y hechizada. La banda está unida, los papeles de cada guitarra bien definidos (entre las cuales entra una de doce cuerdas) y el volumen, pese a este despliegue de medios, no llega a ser molesto, al margen de en un par de ocasiones. El técnico de sonido estará luchando durante los primeros temas un rato para conseguir unas buenas frecuencias bajas, con el resultado de que tanto el bajo como la batería suenan poco definidos y confusos en la mezcla. Poco a poco eso se arregla, pero un detalle ayuda a entender porqué le costará tanto arreglar el sonido: al dar un golpe al bombo, resonaba como la campana más grande del mundo que está en Birmania. Entre un tema (y un porro) y otro, Anton Newcombe nos dice algo como “solemos tocar tres horas, pero nos han puesto toque de queda aquí, que es una discoteca” y la verdad es que, al mirar su lista de temas en los demás conciertos, se llegan a contar hasta treinta piezas. Más que de cada tema que la banda tocó, cabe hablar aquí de una narración: la narración del mundo sónico y lírico de Anton Newcombe y de sus fantasmas. El listado de canciones propuestas por la banda sigue un hilo que va desde los pioneros 13th Floor Elevators y su “jarra” (jug) eléctrica (sonido que la banda aquí en el Barceló no deja de reproducir gracias a los teclados de Campanella, como en “Whatever Happened To Them?”), pasando por los desapercibidos H.P. Lovecraft hasta la suma de sus influencias que cabe probablemente encontrar en los ya mencionados Spacemen 3.
Lo más contundente, lo más impresionante de todo, sin embargo, ocurre justo al final de la actuación. La psicodelia de Newcombe no está hecha, en su mayoría, de temas largos: es más cuestión de canciones que, en su duración limitada, consiguen su objetivo. Sin embargo, el tema final (cuyo título, desafortunadamente, no recuerdo) es un ataque de napalm. La banda alarga el tema y ejecuta una parte final hecha por feedbacks, reverberaciones, sonidos cósmicos y ruido blanco hasta acabar con nuestro oídos desgraciados. Un final de los que contar a los nietos, un punto de cierre inolvidable de un concierto magnético y sublime.
El toque de queda no era mentira, y efectivamente la banda no parece poder volver a subir al escenario. Los técnicos ya empiezan a desmontar micrófonos e instrumentación. Lo que sigue es una descarga estruendosa de silbatos y quejas por el público que, justamente, quiere más. El mismo Newcombe se asoma a la puerta de los bastidores, sondeando los favores de su público. Sin embargo, no hay nada más que se pueda decir, al parecer, mientras los porteros van instando a la gente para que deje ya el local. Por supuesto nos habría gustado escuchar algún tema más, pero el final ha sido tan categórico y aplastante que no quedaban decibelios a soltar. Memorable.