Por: Kepa Arbizu
El arte, en no pocas ocasiones, tiene como función, o consecuencia, convertirse en un medio, ya sea para autor o receptor, con el que afrontar los más duros envites que nos dedica la vida. No es por lo tanto extraño que un drama tan profundo como la pérdida de un hijo se convierta en la línea conductora de una obra. Así lo hemos visto reflejado de manera palmaria en autores como Francisco Umbral o Fernando Botero, por lo que no debe de asombrar que un músico como Nick Cave oriente las canciones de su último disco, “Skeleton Tree,” hacia ese luctuoso suceso.
Obviando pormenores relativos al episodio concreto que no aportan gran cosa al hecho musical, siempre afrontar algo así y plasmarlo de manera tan inmediata puede asociarse a una excesiva demostración de intimidad. Respecto a este punto quizás habría que recoger lo que se expresaba de manera explícita en aquel documental-panegírico sobre el australiano “20.000 días en la Tierra” a la hora de considerar lo vivido casi como excusa para lo puramente artístico. Y ese es un punto esencial en la forma de este disco, ya que en él, al margen de la lógica exorcización o catarsis personal, hay un acercamiento a la idea global de adaptación-transformación tras el sometimiento a una sacudida emocional de altísimo calado.
Musicalmente el disco, a pesar de que en lo temático se define bajo una clara especificidad, se orienta bajo el mismo rumbo que su anterior “Push the Sky Away” aunque ahondando en los aspectos que le confieren un ambiente más etéreo, minimalista e íntimo, como evidencia el summum de la austeridad que evoca su portada. Esas son las premisas que construyen un trabajo con una identidad muy subrayada (quizás demasiado), en la que la peculiaridad de cada tema surge de la mínima fluctuación de dos elementos, casi manejados a modo de eje de coordenadas, como son la forma de cantar, mayoritariamente recitativa, y el manto musical seleccionado, más abstracto o menos en cuanto a la utilización de sonidos. Un aspecto en el que hay que remarcar la siempre soberbia labor de Warren Ellis.
Dicho lo cual solo nos queda medir esos elementos para describir (algo siempre insuficiente pero más todavía en episodios dirigidos a sobrecoger) cada composición que nos encontramos, prácticamente en exclusividad expresadas bajo una lírica que se manifiesta a modo de imágenes con un tono narrativo que, por ejemplo en “Jesus Alone” o “Magneto”, encuentra en el “ruido” su particular entorno sonoro. En otros momentos como los de “Rings of Saturn” o “Girl in Amber,” donde es su mujer la que se sitúa como centro del discurso, alternará una manera de declamar más neutra con otra, la segunda, más apesadumbrada.
Es con la llegada del final del disco cuando aparecen los momentos más melódicos, un término arriesgado utilizado en este contexto pero que hay que entender básicamente como la entrada de Cave en un terreno en el que ejerce de manera más habitual la tarea de cantar. Tanto es así que, por ejemplo, cede esas lides a la soprano danesa Else Torp, que pone su emocionante voz en “Distant Sky”, aportándole un tono casi religioso. Temas como “I Need You” y “Skeleton Tree”, curiosamente también los que de forma más explícita expresan el tema de fondo del álbum, serán interpretados como una suerte de plegaria.
Resulta extremadamente complicado evaluar un disco como éste. Su mayor virtud, la adopción de ese tono desnudo y a la vez ambiental para musicar un suceso dramático como el que aborda, se convierte también en su limitación, porque si acercarse a él en pequeños sorbos puede epatar por su contenido emocional, visto en global resulta algo lineal por la dificultad, imposibilidad diría más bien, de mantenerse únicamente bajo esas características. Nick Cave conmueve, y quizás en este caso tan particular no quepan mayores valoraciones que acompañarle en el descenso a sus infiernos personales, un paisaje habitual en su música pero teñido en esta ocasión de un sufrimiento más concreto y palpable.