Por: Kepa Arbizu
No es fácil asumir, y mucho menos intentar analizar, el significado de un nuevo disco en la carrera de Bob Dylan, y por lo tanto en la misma cultura popular universal. Todo sería menos complicado (y quizás más aburrido) si el bardo de Duluth tomara la determinación de, como tantos otros veteranos consagrados, añadir capítulos a su carrera dentro de los parámetros más o menos esperados. Pero la historia nos ha enseñado que no estamos ante un artistas que se mueva bajo esas premisas. Así que un año después de aquella sorpresa en forma de personales versiones de temas interpretados por Frank Sinatra titulado “Shadows in the Night”, ahora llega este “Fallen Angels”, que perfectamente puede ser visto por concepto como una continuación de aquel.
Aceptando que este nuevo trabajo prolonga el tono general del predecesor, también contiene algunos elementos particulares que le adjudican una impronta situándole en un nivel superior de calidad. El álbum mantiene la producción del propio Dylan, bajo el pseudónimo utilizado para estas lides, Jack Frost, y la participación de su banda habitual de acompañamiento en su interminable Never Ending Tour. Ingredientes que hacen que el sonido sea continuista (ese tránsito de la ampulosidad de las big bands a los esquemas más sobrios del country), lo mismo que su forma de cantar, más limpia y cercana al espectro crooner. Asumidos todos esos aspectos comunes, hay por encima de todos otro (relativamente) diferenciador como es la forma de articular ese discurso musical, en esta ocasión más integrada, bajo un tono más delicado y asumiendo mejor los ritmos jazz-swing de los temas originales.
El repertorio elegido para esta ocasión, aunque siempre con la idea de ser mayormente parte del interpretado por “La Voz”, supone un acercamiento más obvio, en el sentido de composiciones algo más representativas, a esa época del Tin Pan Alley. Precisamente ese contexto, donde las melodías acompañan a los cánticos sobre el poder del amor, es homenajeado por Dylan bajo un manto melancólico, crepuscular, llegando a alterar incluso el mensaje primigenio ,construyendo uno en el que la mirada hacia esos años solo parece poder adoptar el color sepia de los recuerdos.
En la recreación de los títulos elegidos el común denominador es principalmente la traslación de esas instrumentaciones y entonaciones más ampulosas y/o épicas hacia un sonido mucho más espartano y rasgado, lo que no quiere decir, y quizás aquí reside el gran mérito del álbum, rechazar su esencia jazz-swing, como en el soniquete romántico, aquí llevado a su presentación más nostálgica, de “Young at Heart” o manteniendo el violín y la sección de cuerdas para un “Maybe You’ll Be There” que logra embelesar. Una slide juguetona hará las veces de la trompeta original de “Nevertheless” y la grandiosidad de “Come Rain or Come Shine” u “All the Way” toma una forma más sosegada pero igual de plena en cuanto a emoción.
Los tonos más claramente jazz, dentro de un esquema musical bastante unitario y con pocos desmarques a lo largo del álbum, se pueden observar marcados por las escobillas de George Recile y una guitarra con aroma a Django Reinhardt que como la de aquel se clava en el oyente en “Polka Dots and Moonbeams”, esa misma que juguetea en “All or Nothing At All”. ”Skylark", única canción ajena a Sinatra, se deja llevar por su poder melódico constituyéndose así en una de las construcciones más dinámicas.
Una de las diferencias que hay entre Dylan y otras muchas grandes figuras clásicas hoy en activo, es que él no se dedica a mantenerse gracias a su leyenda, sino que trabaja en ella, intenta alterarla y sorprendernos con sus resultados, al margen de que a cada uno le convenzan más o menos. A pesar del compartido anhelo por composiciones nuevas, su trabajo con estos standars de la música norteamericana, sobre todo en este “segundo volumen”, es realmente encomiable y totalmente sugerente su capacidad para transformar esos grandes focos brillantes de la ciudad que evocan estas canciones originalmente por la luz tenue de una farola a medianoche.