Por: Kepa Arbizu
Quique González se ha convertido, por méritos propios, en el caballo de Troya que el rock clásico ha conseguido colar entre las (relativas) grandes masas de consumidores de música. Se presenta así como uno de los pocos casos dentro de dicho género en los que sus discos acumulan ventas y sobre todo sus conciertos cuelgan con facilidad pasmosa el “sold out”. Todo ello logrado sin alterar su discurso musical ni hacer concesiones, toda una excepción para esa audiencia multitudinaria acostumbrada al “consumir y tirar”.
Así que un nuevo trabajo, en esta ocasión el número diez y bajo el nombre de “Me mata si me necesitas”, del madrileño es todo un acontecimiento y también, por norma general, un consiguiente reguero de múltiples parabienes por parte de los sectores más entregados a la causa. Una situación que no debería de inclinar en ese sentido, tampoco en el contrario, un análisis relativamente objetivo, dentro de lo posible, de su obra. Aclarado eso, es muy probable que los vítores de los fans más entusiastas ante este nuevo trabajo estén más que justificados, y lo razonable a todas luces es sumarse a ellos.
Centrándonos de lleno en el disco, la “prehistoria” sobre él nos habla de unas composiciones surgidas durante una época difícil en la vida del músico, en la que se acumula la pérdida de su padre tras una larga enfermedad y una ruptura sentimental. Elementos que innegablemente dejan huella en la tarea creativa de un autor, que por otra parte puede ser afrontada de diferentes maneras. Una de ellas, y visto el resultado global se antoja como la elegida, es la de utilizarla como un asidero para revertir, o al menos paliar, dicho estado de ánimo. Un sonido, por lo tanto, el que cubre este álbum que no se manifiesta especialmente dramático, al revés, trasmite en líneas generales una cierta placidez y serenidad.
Unas canciones que tienen como ejecutores, además de evidentemente su propio creador, una banda presentada bajo el nombre de Los Detectives, que no es otra que la misma que ha estado a su lado en los conciertos de presentación de su anterior disco “Delantera mítica” y que suma a sus efectivos la batuta directora del cada vez más inspirado Ricky Falkner. Un acompañamiento, que sumado a un periplo creativo que hereda el ánimo alcanzado en dicha gira, empuja a tildar el trabajo como continuista, sobre todo en ese nexo de unión que se puede encontrar en la -perfeccionada- idea de aunar y empastar el espíritu rockero y el íntimo.
No se sabe si influenciado por esa cierta ambientación “noir” que rodea a este proyecto, la particular lírica del músico, formada a base de fogonazos más que de un río narrativo, se presenta todavía más ambigua, como si de enigmas por resolver se tratasen. Versos como “Lo escribes y lo rompes / no sabes ni por dónde empezar / no haces más que asomarte al borde” resaltan, y resultan, perfectos para dar comienzo a un trabajo como éste, en el que, “Detectives”, título en el que se integran dichas palabras, respira bajo ese tono sobrio y apacible, siempre desde la habitual nostalgia de Quique González, que presenta sobre el tablero nombres como los de Ryan Adams, Josh Rouse o Ron Sexsmith, figura la de éste que emerge en un tema como “Orquídeas”, pegadizo desde la melancolía. La misma que inunda la magnifica "Se estrechan en el corazón", reluciendo en todo su esplendor unos detalles instrumentales latentes a lo largo del disco y que evidencian la labor esencial que toma la banda. No iba a ser cuestión de casualidad que su nombre luciera en portada.
Ya sea por el influjo del contexto en el que han sido paridas estas canciones, esa Cantabria profunda, o por intangibles del camino, pero hay un evidente toque folkie sobrevolando el álbum que se posará en temas como en la “terruña” "Charo", que cuenta con uno de sus alicientes en el descubrimiento de la voz de Carolina de Juan, del grupo Morgan; un contrapunto excelente. En la construcción de ese ambiente también tiene mucho que ver la utilización del violín, que se batirá en duelo con guitarras y teclados en la sureña "Sangre en el marcador" o bajo el blues-soul con matices a lo Randy Newman o Leon Russell de "No es lo que habíamos hablado".
Probablemente, aunque puede incluso pecar de injusto por el sobresaliente resultado global que logra el álbum, la canción que quedará en la memoria de muchos es la encargada de finalizarlo “La casa de mis padres”. Pero antes de llegar a ella, hay que rastrear el antecedente que pudiera suponer un tema como "Cerdeña", que guarda en común ese tono emocionante, íntimo y minimalista que alcanzará una cota majestuosa en la encargada de poner el colofón. Allí, en lo que se convierte en un emotivo homenaje a su padre desaparecido (“Papa, la casa huele a mama”), asistimos a un in crescendo que alcanzado nos retrotrae hasta el más entonado Lapido. Una composición que se postula como símbolo de un excelente disco, del que quizás no sea el momento por demasiado inmediato, aunque así lo induzcan las sensaciones, de nombrarlo como el mejor de su carrera, pero que desde luego consigue bajo su avance sereno y cercano calar a fondo en el oyente. Un viaje que nos propone lágrimas, pero de aquellas que una vez desaparecidas convierten su rastro en una media sonrisa por la paulatina superación del envite. Solo se puede añadir el agradecimiento a Quique González por compartir sus vivencias de esta manera y hacerlas, inevitablemente, también nuestras.