Por: Kepa Arbizu
La madurez no es un término relacionado únicamente con la variable tiempo ni tampoco definido bajo un valor absoluto, al contrario, puede ser un estado que se vaya consolidando o completando con el transcurrir de los años. A estas alturas utilizar dicha palabra para referirse al cancionero contemporáneo de Lucinda Wiliams puede sonar incluso irreverente, pero resulta irremediable no aplicarlo a unas últimas publicaciones que vienen cargadas de un sentimiento de libertad creadora que sin duda es digno de mencionar y resaltar.
A lo largo de la carrera de la que ya con seguridad se puede considerar como la intérprete femenina más importante de las últimas décadas dentro del rock americano, sus confrontaciones y/o decepciones con la llamada industria musical han sido habituales. A través de la creación de su propio sello, Highway 20 Records, inaugurado con su anterior disco “Down Where the Spirit Meets the Bone”, hemos asistido a lo que se podría asemejar a una desinhibición total respecto a cualquier tipo de compromiso/obligación artística, incluso referida a sus propios fans. Ella misma frente al espejo. Esa es la única ley que parece haber regido estos últimos trabajos.
Relacionando su recién publicado “The Ghosts of Highway 20” con su antecesor se vislumbran varios puntos en común, incluido su formato doble. Tanto es así de hecho que el plantel musical utilizado en ambos es básicamente el mismo, lo que incluye el auténtico lujo de contar con entre otros los excelsos guitarristas Greg Leisz y Bill Frisell, algo no demasiado raro si tenemos en cuenta que ambos repertorios pertenecen a la misma sesión de grabación. Pero quizás lo más importante que comparten, si lo anterior no fuese ya suficiente, es precisamente esa decisión de realizar el disco que la norteamericana quería, algo no tan sencillo aunque parezca una obviedad, porque si con el pretérito ya hubo ciertos seguidores que se perdieron en los vericuetos de sus más de cien minutos y múltiples estilos, con la llegada del nuevo material vuelve a desconcertar al mostrarse de manera explícita sobria, árida y descarnada.
“The Ghosts of Highway 20”, tal y como se desprende del título, hace mención a todas esas circunstancias que la autora ha ido acumulando en el recorrido de dicha carretera, tratada por encima de todo como una metáfora de transcurso vital y mostrada como compendio de ilusiones rotas, recuerdos, melancolía..., todo ello, eso sí, bajo la forma de (duro) proceso de aprendizaje. Y qué mejor manera para abordar ese alimento emocional, en la mayoría de las ocasiones doloroso, que recurrir a su faceta más polvorienta pero también en la que se manifiesta más trascendental e íntima. Características que junto a la extensión del trabajo hacen que el paso sea lento pero marcando los surcos de manera mucho más honda.
No parece existir una palabra más adecuada para titular el tema inicial de este (doble) disco que “Dust”, canción encargada por su situación de sentar las bases del sonido del álbum, un rock de aspecto sobrio y profundo, bajo un ritmo paciente pero embriagador y que nos avisa de la ya irrefrenable inmersión en las entrañas de la artista. Sensaciones que no impiden que “House of Earth”, tema escrito por Woody Guthrie, se detenga, a pesar del minimalismo que rodea a la composición, en un juego detallista de guitarras, un elemento éste, el de las seis cuerdas, que a lo largo de todo el disco tendrán un peso capital al lograr adoptar una vibrante profundidad y adaptarse al espíritu que descansa sobre el álbum. Unas características que lograrán el culmen en la acongojante épica inyectada en la canción homónima, en el acercamiento al “Factory” de Bruce Springsteen, aproximándola hacia un gospel inquietante, o el desértico soul que transmite “If There’s a Heaven”, dedicada a su padre, del que ya adaptara uno de sus poemas en el anterior trabajo.
Importa, y mucho, en el resultado global del trabajo la voz de Lucinda, y no es baladí el comentario, sino la constatación de la (afligida) sinceridad con la que resuena, ya sea en “I Know All About it”, dirigida por una visible batería y donde nos la encontramos en un modo recitativo, o en la letanía de “Death Came”, sonando tan real y cercana que parece estar apoyada junto a nosotros en la barra de cualquier bar solitario. La melancolía en su materialización más reposada se filtrará en la casi luminosa “Place in My Heart” o en la comedida “Louisiana Story”.
A lo largo del disco, aunque no exista ese picoteo de estilos que había en el anterior en detrimento de un ambiente más compacto en el actual, también hay algunos devaneos por diferentes tonalidades. Así “Doors of Heaven” conectará, a su estilo, con la tradición del blues rural, compactando a Robert Johnson con Tony Joe White, mientras que “Bitter Memory” añadirá a ese género un dinámico cariz country. Y si en “If My Love Could Kill” introduce dejes fronterizos, que no impiden que suene igual de hiriente, “Faith and Grace” recurre a una sórdida sensualidad para finiquitar el álbum.
“The Ghost of Highway 20” es pura, y cruda, vida cantada por Lucinda Williams, y eso quiere decir, conociendo el currículm de la intérprete, que el adusto rock es la banda sonora para unas historias en las que las sábanas lloran, las carreteras suspiran entre derrotas y el polvo del camino impide alcanzar la visión del mañana en no pocas ocasiones. Nadie como ella sabe convertir esa angustia en auténtica belleza, doliente, pero intensa belleza, como la que rezuma este extraordinario disco.