Por: J.J. Caballero
Dicen de él que es un tipo raro, consciente de sus limitaciones para seguir las convenciones de una sociedad acomodada y habitante de un planeta propio en el que se alimenta de sueños, libros y canciones. Cuando lo ves en el escenario, enclenque e hirsuto, colgado de una guitarra acústica y escondido tras un matojo de pelambrera que igual le sirve para aislarse de un mundo que no le gusta, comprendes que estás sin ninguna duda ante un músico especial. No es el más listo, ni el más dotado, ni de lejos alguien con quien a priori te apetezca compartir mesa, mantel y líquidos. Pero es ese algo que irradia, esa capacidad comunicativa, ese ímpetu plasmado en los saltos y las letras, lo que hace que te pegues al suelo durante un tiempo que ya no recuerdas y fijes la mirada y los oídos en lo que está ocurriendo unos metros delante de ti. Y te sorprendes y te ríes y te diviertes, y acabas queriendo darle un abrazo a ese tipo tan raro que ya, sin tú quererlo y tal vez él tampoco, acaba convirtiéndose en tu cómplice. Esto es lo que puede suceder si te atreves a vivir la experiencia de enfrentarte al repertorio de Ángel Stanich y su banda cara a cara, a pelo y sin intermediarios que estorben.
La historia mediática del cántabro empieza donde lo hacen sus canciones, pues en su devenir artístico no se contempla por ejemplo el conceder entrevistas ni seguir el tedioso cauce de la promoción tradicional, así que prefiere hablar por boca de lo que escribe y compone. Lo hace con el altavoz de unos lugartenientes entregados y absolutamente brillantes: Lete G. Moreno, rotundo en la batería, Víctor L. Pescador, versátil en la guitarra, y Álex Izquierdo, implacable en el bajo. Un motor de precisión envidiable que pone el ojo en las muchas variantes de la música americana y la llena de detalles preciosistas, discretos y la mayoría de veces necesarios. Una leve psicodelia, matizada en esta ocasión por la ausencia de teclados, suele bañar las interpretaciones lisérgicas, inspiradas por el viento salvaje de la carretera y los sentimientos inacabados, de un disco magnífico editado hace un año. En el recorrido por ese "Camino ácido" se juntan un brumoso "Amanecer caníbal" golpeado con las botas en la introducción con un "Mojo" aún inédito, una "Miss Trueno 86" de inesperada fuerza emocional y (primera parada importante) una invitación a desesperarnos en "El cruce" de los incomprendidos. Hasta aquí, una demostración de fuerza que podría acabar con cualquier concepto de songwriter por muy moderno que sea. Pero hay más, y había que estar ahí para contarlo.
En su máxima discreción pero implacable con los practicantes de esa extraña religión que profesa el uso y disfrute del grito, la conversación banal e inoportuna y el absurdo de asistir a un evento que no te interesa en absoluto, remitió a un conato de silencio apenas correspondido para hundirse a fondo en las sombras de "La noche del coyote" con el aditamento de la armónica y la sensación de luchar contra los elementos. Ya entonces andaba mascullando revisar las desventuras musicadas en "Chinaski" y recuperar, como cada noche, a un oscuro personaje llamado "El outsider", quizá un sosias de él mismo, y fermentar el licor de un jugoso "Mezcalito" bien conservado en las nuevas barricas del rock hispano. Todo ello antes de gritar sin complejos aquello de "Carbura!", bañarse en "El río" que Miguel Ríos visitaba cuando él ni soñaba con subirse a un escenario y disparar en los bises con una gloriosa y dañina "Metralleta Joe". La cosa, como se puede comprobar, dio para mucho, y mucho es lo que se esconde detrás de estos temas, se podría decir que demasiado.
¿Quién esperaba que el fantasma de Donovan, personificado en su inmortal "Hurdy Gurdy", o la mismísima figura de Neil Young, en una sentida inmersión en el "Hey hey, my my", se pasearían por entre los habituales y los curiosos de la sala Hangar para acompañarles en el sentimiento, en este caso de absoluta devoción? Respuesta lógica: Todo lo que salga de la boca, las manos y la cabeza de este hombrecillo puede resultar y resulta totalmente fuera de control. Parece que incluso también fuera del suyo, y por eso lo seguiremos allá donde vaya con el mismo interés con el que él llegó a Córdoba casi sin hacer ruido, demostró que solo hay que querer para poder y nos dejó abandonados a una suerte que nos deparará nuevos y seguramente intensos conciertos que no le llegarán a este a la altura del talón derecho. El izquierdo lo reservamos, como el propio Ángel Stanich, para golpear duro sobre el suelo y recordar que el rock and roll es solo una cuestión de actitud. Y de eso no nos faltará jamás.