Por: J.J. Caballero
Demasiadas veces hemos tenido que reconocer nuestro error al pasar por alto discos, canciones y carreras que podrían habernos proporcionado grandes momentos de placer y entre los que habríamos hallado excelentes motivos para celebrar que la música sigue siendo maravillosa. Algunos no lo hicimos hasta ahora con el artista que nos ocupa, y el “mea culpa” debiera ser esculpido en nuestra frente como penitencia. Cosas que pasan.
El leonés Fabián es un autor de canciones enormes y emocionantes, que cree en lo que hace con la terquedad del artesano fiel a su materia prima y lo vuelca en trabajos que solo lucen, injustamente, de puertas para adentro. Es la quinta vez que obsequia a los oídos de todos con una nueva dosis de melancolía y romanticismo descreído, basándose en las enseñanzas que ya impartieron en algunos momentos de su trayectoria gente como Nacho Vegas o Quique González, pero ahora se muestra algo más ambicioso, siempre desde la humildad que le da grabarlo todo en casa, rodeado solo de su mano derecha José E. López, que le ayuda con el instrumental. Y se nota un nuevo empuje. Si no, no sería posible imaginarlo prolongando durante más de seis minutos un tema como ‘Sálvalo’ y llenándolo de épica y dramatismo con su escasa voz, ese susurro que en otro tiempo nos resultaba tan poco atractivo y que ahora parece transformarse en emisor de certeros dardos de emotividad. No te toca tanto por su autoimpuesto papel de perdedor, que borda en cortes como ‘Turista’ o ‘Herida y cicatriz’, sendas incursiones en el soft rock y el country de bordes menos afilados, sino por la deriva eléctrica que abraza en ‘Gorriones’ y ‘Premio y castigo’, en las que parece transformarse en un rockero al uso, cosa que sospechamos que no pretende en absoluto. Aunque quién sabe.
En ‘La fe remota’ hay juegos jazzísticos y poderío lírico, magnífico en la placidez de ‘La inmensidad’ y en las referencias a Simon & Garfunkel de ‘Camina conmigo’, pero también la habitual tendencia del autor al folk (escúchese ‘Las musas’ como demostración más evidente) y a las historias íntimas de estructura naif (‘He quedado con los chicos’ es pura nostalgia pop), buscando inspiración en sonoridades americanas y adaptándolas a una tradición, la del cantautor levemente electrificado, que ya ha hecho suya a fuerza de perseverar. Además, completa el disco con ‘Los relámpagos’, una excelente versión de Carlos Madrid, murciano, amigo y compañero de fatigas, con lo cual se despejan las posibles dudas acerca de su militancia. Una especie en extinción que santifica la tumba de Jeff Buckley cogido de la mano de Cecilia, por apuntar una imagen lo más gráfica posible a lo que aquí suena. Ya ha quedado dicho infinitas veces a lo largo de la historia: La fe mueve montañas. Ha llegado el momento de creer, por fin.