Sala Ambigú Axerquía, Córdoba. Sábado, 14 de noviembre del 2015
Por: J.J. Caballero
Por: J.J. Caballero
Fotografías: Raisa McCartney
Otra vez el puñetero pantano. De nuevo las aguas pegajosas y el fango rojizo y hechizante. Nuevamente el sonido de la ciénaga inmunda. Vuelta al humo cegador y las luces encarnadas al acecho de incautos. El retorno del trío de sonido infecto y contaminado de blues del delta. Atrás, malditos modernos, lo que ahora es realmente cool es encomendarse a la patrona de Úbeda, por si aún no se habían enterado.
De allí venían y vienen los responsables de una marca de fábrica ya graba a fuego en los oídos de una legión de seguidores cada vez mayor y más convencida de sus valores. En su última visita a Córdoba, tierra sorprendentemente proclive al disfrute del ruido que emite su motor a veces con síntomas de encallar en tierra baldía, la tarjeta de presentación de Pedro de Dios, Paco Luis Martos y Carlos Jimena había cambiado de color pero no de servicios a contratar. Ellos ya saben cómo y por qué se dedican a esto, no en vano han tocado en todos los sitios que tenían (y querían) que tocar, y solo necesitan subirse a un escenario más o menos acondicionado para que sus mínimas letras, los gritos despiadados de angustia y la locomotora rítmica que los impulsa se encargue de todo lo demás. Sin presentaciones, sin empatía verbal y casi sin solución de continuidad, Guadalupe Plata son al rock español lo que un predicador armado hasta los dientes a una deprimida comunidad del sur de la geografía americana. Cuando aparecieron hace seis años pocos dábamos un duro por su apuesta al todo o nada: o te hacías de su palo o los escuchabas como a un bicho raro que te hace gracia solo la primera vez, y ahora los tienes ahí, adueñándose de las esencias más puras y tocando música cruda y directamente salida de las entrañas para una comunión colectiva de almas descarriadas. Si John Fahey, Hound Dog Taylor o Skip James les hubieran sido contemporáneos, no se habría sabido quién enseñó qué a quién, y probablemente los pequeños triunfos que alcanzan al término de cada concierto habrían sido aún mayores.
Tienen en su haber cuatro discos sin título, tan solo distinguibles por el dibujo de la portada y el color de fondo, que suele coincidir con el de los focos que a duras penas los iluminan en la gira correspondiente. En esta siguen haciendo sonar los tenebrosos desarrollos de ‘En este cementerio’, ‘Jesús está llorando, ‘Milana’, ‘Lorena’ y ‘Baby, me vuelves loco’, episodios pasados con la misma rúbrica infernal de los presentes. Ahora vienen bañados en rojo y hablan de misteriosos asesinatos felinos en ‘Calle 24’, dudosos dolores provocados por ‘Serpientes negras’, dietas anti vegetarianas promocionadas al grito de ‘Hoy como perro’, hedores más allá de las náuseas físicas como los de ‘Huele a rata’, maravillosas tempestades anunciadas por una escueta ‘Tormenta’, tuétanos imposibles de roer en pocos acordes que bien podrían ser ‘Hueso de gato negro’, dinamita capaz de volatilizar el más rocoso de los edificios imperiales con una eficaz ‘Mecha corta’ e inútiles pero necesarias invocaciones demoníacas al estilo de ‘Tengo el diablo en el cuerpo’. No es poco lo que ofrecen y sí es mucho, muchísimo, lo que tocan. Y cómo lo tocan, por el mismo Belcebú.
Cuando el de la guitarra tiene tan bien asimilado un bagaje que lleva escuchando casi antes de nacer y lo hace con tanta humildad como maestría, el del bajo que no es un bajo sino un barreño con una cuerda tensada en la medida exacta cambia el pulso a una caja de puros diseñada igualmente para la sorpresa colectiva, y todo esto sucede con el de la batería sacando maracas, cencerros y baquetas de donde parecía no cabía más que una brutal pegada directa a las tripas. Un descenso al fondo del pantano citado al principio sin viaje de vuelta y altísimas posibilidades de mimetizarse con el fondo. La próxima vez que regresen, que lo harán con toda seguridad –y nosotros a su llamada- la inmersión será mucho más profunda. Y mira que es difícil.