Por: J.J. Caballero
Nada como empezar una nueva vida para que todo siga siendo igual. La paradoja podría no serlo tanto si nos atenemos a las consecuencias de escuchar repetida y cuidadosamente la nueva entrega de uno de esos artistas que nos dejó boquiabiertos en algún momento anterior de su trayectoria y que ya solo consigue hacernos babear de gusto en ocasiones contadas. Intensidad y sangre, dos palabras que podrían definir la obra de un Fernando Alfaro apegado en este Saint-Malo a las mismas señas de identidad que lo hicieran capitanear con maestría la nave de Chucho, una banda fundamental en el devenir del último pop independiente español, y antes liderar a otros imprescindibles freaks, estos más básicos aún, llamados Surfin Bichos. Todo aquello terminó y, sin embargo, el eterno nuevo comienzo alcanza un capítulo trascendente en un disco irregular pero mucho mejor que el anterior, el sobrevalorado La vida es extraña y rara, con el que el albaceteño iniciaría una peligrosa –afortunadamente superada- cuesta abajo.
En la sencillez de una banda de rock sin aderezos (guitarras, bajo, batería y teclados) y la seguridad de unas letras llenas de retruécanos, juegos de palabras y revoltijos a la prosa tradicional (más evidente en el fantástico sencillo Velero). La intensidad se puede respirar en los arreglos de Arrancando las vías, el tema más punk que ha escrito en solitario, o (otra vez la semántica implícita) Se aniquila piso. La sangre, el elemento vital del que se nutre más que cualquier otro compositor, brota en La luna aplastada y su particular sentido de la muerte, y en El ascensor de Herodes se coagula en torno a referencias bíblicas y la idea de la adolescencia perdida, un período que él ahora ve lejano y oscuro como el vientre de un dragón. Hablando de eso, escupe fuego en Tempus fugit, sanador ejercicio de conciencia ante el despiadado paso de los años, y arma una red de guitarras al ralentí en Me hiere, no me hiere. El equilibrio aquí sí es perfectamente posible, más exactamente el balanceo inteligente entre la brutalidad y la seda, un rasgo esencial para parir un disco de poso agridulce y sereno, rabioso y consciente de sí mismo.
Alfaro no es solo un maestro de las palabras, sino que también juega con los medios tiempos en La edad media, y una preciosa y rara, como la vida, Saariselkä stroll, en la que atenúa su ferocidad para dejar que la atmósfera viciada que suele contagiarle se entreteja de seda y siga su contaminación acústica en La eternidad, a la que llega con la fórmula convertida en inofensiva a fuerza de simplificación.
Es Saint-Malo un trabajo con bastante fondo, en el que se nota que el mando del sonido lo ha llevado uno de los miembros de la propia banda, concretamente el bajista Darío Vuelta, pero que vuelve a perderse por las carreteras secundarias de la repetición en momentos mejorables como Bonita fiesta, ¿verdad? y una recta final monótona con la meta en Eso fue todo. Y no es que sea poco, para ser sinceros, pues grabar una docena o más de nuevas canciones debe ser relativamente fácil para alguien a quien se le caen de las manos a diario. Lo que hace falta es que la inspiración no le abandone, como suele amenazarle últimamente, y que tengamos sonido “alfarero” para rato. Por el bien de la música.