Recinto Mendizabala, Vitoria-Gasteiz, 20 de junio del 2015.
Por: Kepa Arbizu
Por: Kepa Arbizu
Fotografías: Lore Mentxakatorre
Sábado. Segunda jornada del Azkena Rock Festival y esta vez acompañada de un radiante sol. Un ambiente perfecto para disfrutar de la música. En cuanto al contenido, en esta ocasión en el cartel no aparecían nombres tan consagrados respecto al gran público, en detrimento de unos, por norma general, menos mayoritarios pero poseedores de un prestigio, reconocimiento y gran respeto.
Con un ambiente meteorológico envidiable aparecieron sobre el escenario Cracker, una banda de recorrido envidiable y creadores de un último disco, Berkeley to Bakersfield, que es para muchos, entre los que me encuentro, una de las publicaciones más interesantes del pasado año. A esa sensación se sumó desde el primer instante, corroborado a lo largo de toda la actuación, la de un directo apabullante. En ello tuvo culpa prioritaria los dos cabezas pensantes del proyecto, su cantante David Lowery y la excepcional guitarra de Johnny Hickman. Quizás la baza principal del grupo es esa aparente facilidad para recorrer todo tipo de sonidos/influencias; así fueron capaces de sonar robustos y elegantes en One Fine Day, rockeros en Low, levemente funk en Gimme One More Chance o pegadizos en Teen Angst (What the World Needs Now). Una cualidad que demuestran también en su nuevo disco, precisamente divido en dos partes diferenciadas, tal y como explicaron sobre las propias tablas, y del que dieron cuenta mostrando esa diversidad, yendo del americanismo de California Country Boy, cantada por el guitarrista, a los ritmos contagiosos de March of the Billionaires. Lo que parecía hasta ese momento el mejor concierto del festival terminó por convertirse en una realidad.
Casi sin solución de continuidad hubo que darse prisa para llegar a Reigning Sound, otro momento marcado en el fin de semana. La banda de Greg Cartwright ha construido un ejemplar y personal discurso sonoro que aúna el garage y el soul (¿es casualidad a caso que en un interludio de la actuación por un problema técnico interpretaran de forma instrumental Reach Out I’ll Be There?). Les costó un poco a los de Memphis coger el ritmo y de hecho siempre sobrevoló una leve apatía en la banda, que sin embargo no evitó que en muchísimas ocasiones nos llevaran en volandas gracias a sus excepcionales composiociones, tanto por las enérgicas y contagiosas Timebomb Highschool, We Repel Each Other, Reptile Style, Stormy Weather o North Cackalacky Girl, como en su faceta más íntima de la mano de Funny Thing o Never Coming Home. Notable actuación que en todo momento dio la sensación de que con un poquito más de nervio hubiera llegado al sobresaliente.
Tras dos grandes bandas cercanas al rock, tocaba cambiar el timón estilístico y apostar por el metal de Mastodon, el grupo con más tirón en cuanto a número de seguidores probablemente del día. Su propuesta sonora, más que la vocal por lo visto en esta ocasión, se presentó apabullante, y es que su virtud radica en que son capaces de tirar hacia el trash más contundente al igual que dejarse llevar por ambientaciones más psicodélicas y enrevesadas. Así que no es de extrañar, además de por el decorado que traían, que se centraran en su último trabajo, Once More 'Round the Sun, donde se observan de forma más fehaciente esas cualidades citadas.
La (agradable) noche ya estaba encima, y en esto de los festivales a veces el lugar y el momento es algo esencial para el desarrollo del concierto y su valoración posterior. John Paul Keith tenía los elementos a su favor y los utilizó y de qué manera. De aspecto elegante, algo relamido, el norteamericano supo tocar todas las teclas para ganarse a un público que acabó entregado y encandilado ante su maestría a la hora de merodear por el rock and roll, rockabilly, rhythm and blues, country y todo tipo de sonidos tradicionales. Con todos esos elementos observamos una suerte de mezcla entre Buddy Holly, Roy Orbison y Elvis Costello (con éste las semejanzas más por sus movimientos y figura). Bajo esas trazas supo desperdigar todo tipo de emociones y ritmos: melancólico en Everything’s Different Now, pegadizo en Anyone Can Do It, vibrante en Pure Cane Sugar o trotón al estilo del autor de Rave On! en Never Could Say No. El resultado, uno de los momentos de mayor y mejor conexión entre espectadores y músicos.
Y como sucede a veces en estos casos, de la emoción se pasa al fiasco en apenas cinco minutos. Ocean Colour Scene viven en un punto intermedio constante, ni tan apoyados masivamente como para prescindir del reconocimiento “profesional” ni con prestigio suficiente dentro de la crítica. Una situación que había creado cierto recelo en su incursión en el cartel y que por lo ofrecido durante la noche, casi madrugada, del sábado ratificó esa sensación. En general se mostraron erráticos y sin ninguna de esa gracia que a veces poseen a la hora de mezclar el britpop y los sonidos negros. La baja de Steve Cradock se mostró definitiva, el guitarrista elegido para la ocasión sonó plano y no aportó nada, al contrario, al sonido de la banda, en la que tampoco se podría decir que fuera el día de su cantante Simon Fowler. Algo que quedó palpable en un público ausente y que solo parecía despertar con algunos de sus hits como Profit in Peace, Travellers Tune, Hundred Mile High City o The Day We Caught The Train, que ni siquiera consiguieron levantar del todo el vuelo del espectáculo.
El broche al festival quedó en manos de Wovenhand, es decir, el proyecto del 16 Horsepower David Eugene Edwards. Difícil explicar con palabras lo ofrecido por este músico, a medio camino entre el predicador y el rockero, pero lo que aparece evidente es que, una vez más, el contexto, por la hora y por ser el final a dos días agotadores, no era el más apropiado. A pesar de ello hay que reconocer que su propuesta es tan original como impactante. Movido a espasmos entre alucinógenos y acongojantes, optó para la ocasión por ofrecer un concierto en el que el músculo de una banda de raigambre, en cuanto a sonido y a ritmos, cercana al metal, disimuló esa propuesta en la que la música de raíces, aunque cada vez menos, se fusiona con ritmos tribales y bajo un manto crepuscular por momentos apocalíptico. Coronado su cuello con una gran cruz, sus palabras sobre redención, culpa y demás narrativa bíblica fueron un telón impresionante pero algo desconcertante.
Si la jornada del viernes pasó con una buena nota, la del sábado supuso elevar la media, en buena medida por contener el mejor concierto del festival, el de Cracker, y albergar grandes momentos. Una edición en la que el cartel prometía lo que al final ha demostrado, una suculenta ración de rock en sus muy diversas maneras. Mendizabala se convirtió durante 48 horas en un epicentro musical, algo que a pesar de lo obvio, no suele ser moneda demasiado común en otros eventos de este tipo.