Por: Kepa Arbizu
Las escenas musicales (que cada uno les ponga las fronteras que crea adecuadas) tienen sus (sub)géneros, sus “estrellas”, su clase media y también, igual de necesarios, aunque pueda sonar contradictorio, sus “outsiders”. En esa categoría se encuentra el donostiarra Rafael Berrio, presente, aunque de manera intermitente, desde los años ochenta hasta la actualidad ya sea en formato grupo, individual o escribiendo para músicos ajenos. En está última temporada se nos ha presentado en solitario por medio de dos brillantes e íntimos discos, 1971 y Diarios, que anteceden al recién editado Paradoja.
En aquellos trabajos nos habíamos encontrado con lo que se podría denominar un “cantautor rockero”, en el que perfectamente se conjugaba Leonard Cohen, Diego Vasallo, la “chanson” o Lou Reed. Todo ello regado con una imponente lírica de socarrón pesimismo. Una propuesta que pretendía saltarse, aunque alimentándose de ella, la ortodoxia guitarrera en detrimento de acompañamientos orquestales. Una situación que ha cambiado para este nuevo disco.
En aquellos trabajos nos habíamos encontrado con lo que se podría denominar un “cantautor rockero”, en el que perfectamente se conjugaba Leonard Cohen, Diego Vasallo, la “chanson” o Lou Reed. Todo ello regado con una imponente lírica de socarrón pesimismo. Una propuesta que pretendía saltarse, aunque alimentándose de ella, la ortodoxia guitarrera en detrimento de acompañamientos orquestales. Una situación que ha cambiado para este nuevo disco.
La canción instrumental homónima encargada de abrir el disco parece encomendada a dejar desde el primer instante claro el enfoque sonoro por el que apuesta el disco, y ya observamos que se instala en un terreno personal que asimila desde el indie rock genuino hasta el grunge, abarcando grupos como Sonic Youth, Pixies e incluso Nirvana. Usando esa angustia eléctrica van tomando forma canciones como Cambios a mansalva y decadencia, en la que muestra su desprecio por la época actual (“en suma, un panorama en el que nadie, encuentra su lugar, ni de perfil”), o Mis ayeres muertos. En ambas, la primera a base de riffs rotundos y la siguiente con una tensión rítmica más melódica bajo un aspecto poético, se vislumbra esa rabia constante en el álbum. Algo patente sobre todo en la candente y por momentos punk Yo ya me entiendo o en el pellizco malsano, a medio camino entre Javier Corcobado, Baudelaire o el Conde de Lautréamont, de En lo mórbido.
Quizás nadie tendría en mente que, por lo visto en los últimos tiempos, las canciones de Berrio podrían incitar al baile, o como mínimo a mover el pie, pero Inanimados, y esa base dinámica con aire blues-funk y de discurso dadaísta, lo llega a conseguir. Justo en el otro extremo, con un poso mucho más profundo y declamatorio, y de alguna manera más relacionados con sus trabajos anteriores aunque manteniendo las bases rockeras clásicas, se encuentran composiciones como Niente mi piace, oscura y desencantada, El animal que has sido o El mundo pende de un hilo, en la que desvela la crítica e imperceptible línea que separa el orden del caos.
El donostiarra en este nuevo disco, haciendo gala de su desprecio por las rutinas, recupera la electricidad y la hace acompañante, en detrimento de los adornos orquestales, de su su siempre incipiente lírica. Ha cambiado de vestido, cierto, pero Rafael Berrio es mucho más que unas formas determinadas, porque sean cuales sean son eso, vehículos para mostrar su inconfundible personalidad, que visto lo visto, se sigue mostrando como todo un lujo del que poder disfrutar.