Por: Kepa Arbizu
Hay veces que suceden ciertos acontecimientos, incluso favorables, en esto de la música que a uno le cuesta asimilar y buscar una lógica explicación. Por ejemplo, él éxito de Guadalupe Plata, y me explico. No se trata de poner en duda su labor, al contrario, son una banda excepcional y dentro de su ámbito sonoro no tienen casi rival. Pero precisamente ahí es donde reside el misterio, que elegir el blues más polvoriento y oscuro para hacerlo eje de tu propuesta coseche tantos seguidores. Dicho lo cual, sólo queda dar la bienvenida a esta extrañeza y aceptar que a veces un buen trabajo tiene su recompensa.
Hay varios elementos que son constantes en la producción del grupo y que en este su cuarto disco, como no podía ser menos, siguen invariables. Algunos hacen referencia a aspectos más decorativos, aunque colaboran en crear ese imaginario peculiar que poseen, como la decisión de no titular sus discos o la iconografía de sus portadas, llamativa y directamente relacionado con su contenido musical. En lo estrictamente relacionado con sus composiciones llama la atención la construcción de estas, con unas letras minimalistas y orientadas a recrear un costumbrismo trágico y casi mortuorio junto a esas estructuras alejadas del clásico estrofa-estribillo.
Todo lo mencionado hace que estos andaluces estilísticamente sean totalmente reconocibles, y si bien en este nuevo disco no hay diferencias sustanciales respecto a ello, hay algunos matices que, sin alterar su “discurso”, si sería bueno hacer mención sobre ellos. No se sabe si habrá que buscar una rotunda relación causa-efecto respecto a la decisión de ir Londres a grabar bajo los mandos de Liam Watson (The White Stripes, Dan Sartain, The Ettes...), pero lo cierto es que el sonido del presente álbum se presenta más nítido, que en este caso significa implementar su rotundidad, la voz de Pedro de Dios aparece con mayor presencia y el abanico sonoro es algo más amplio.
Este nuevo capítulo de la saga creada por Guadalupe Plata sigue apostando por ese descenso a los infiernos sonoros que plantean, ya sea haciendo rechinar estridentes guitarras a lo Hound Dog Taylor bajo densos desarrollos (Tormenta) o llevando a su propio terreno el oscuro rhythm and blues escuela The Gories o Thee Headcoats en Huele a rata o en la más intensa Hueso de gato negro. El blues clásico de la escuela de Chicago será la base, aunque siempre bajo esa forma arrastrada y árida, sobre la que se sostenga Tengo el diablo en el cuerpo, y bajo un aspecto de rockabilly, en Hoy como perro, se observa el esqueleto del mítico Rollin’ and Tumblin’ de Muddy Waters.
Dentro de esos diferentes ritmos que completan el universo sonoro del álbum nos encontramos con Calle 24, que galopa subida a lomos de una base rítmica frenética, con ese primitivismo a lo Bo Diddley pero asumido de turbulenta manera; la atmosférica e intrigante Agua turbia, e incluso los influjos jazzísticos en Filo de navaja. El rock and roll también asomará en temas como Mecha corta, transformándose en el reverso psicótico de Johnny Burnette Trio.
Si Goya ya plasmó en algunas de sus pinturas su visión de la España Negra, los andaluces Guadalupe Plata llevan el blues en su vertiente más oscura, patibularia y árida, precisamente en esa misma dirección. Sus fraseos cortos y rotundos, sus riffs crujientes y eléctricos, nos dibujan la representación del diablo en lo cotidiano. Todo una experiencia sonora que sigue creciendo y reproduciéndose a cada nuevo disco para apuntalarse como una genial “rara avis” en nuestro panorama.