El pasado jueves por la noche Morrissey volvió a dar muestra a las más de cinco mil personas que nos acercamos hasta el Barclaycard Center de Madrid de la magnitud de su grandeza. Una lección que va más allá de lo estrictamente musical, traspasando al plano personal y que en determinados casos se convierte en una filosofía de vida, por supuesto militante, que conlleva la difícil tarea de seguir a un artista convertido en mito, que además disfruta dejando clara su condición de estrella.
Un hecho del que uno empieza a ser consciente horas antes de la apertura de puertas, al introducirse en los corrillos de acólitos al músico de Manchester, en conversaciones plagadas de vivencias protagonizadas por personas de toda edad y condición, procedentes no solamente de diferentes puntos de España sino también de diversos lugares del planeta, que no titubean un instante a la hora de coger el petate con tal de seguir a Mozzer allá donde vaya, puesto que le consideran, a él y a sus canciones, parte fundamental de un trayecto vital que en caso de no haber tenido la suerte de llegarle a conocer, probablemente jamás se hubiera escrito con las mismas brillantes letras.
Vivencias marcadas por la emoción, el cariño y la empatía que emana del carisma y las letras del genio británico, que no están exentas de críticas y dolor por algunos desplantes, convertidas en heridas de guerra que se asumen con pesar y resignación. Porque sí, la arrolladora y decidida personalidad de Morrissey presenta esos peros.
Supongo que pocos disfrutarían de alguno de los vídeos plagados de muestras de maltrato hacia a los animales con los que acompañó su presentación en Madrid, como tampoco es fácil casar con sus tan habituales cancelaciones de última hora, algo bastante habitual con lo que tiene que estar dispuesto a convivir cualquiera que se declare radical seguidor del mancuniano, incluido por supuesto el que suscribe que también las ha sufrido, ni con sus más que llamativas salidas de tono sobre tema espinosos.
Pero es justo en el instante después de escuchar cualquier crítica hecha al lado más perverso del que fuera vocalista de The Smiths, cuando uno no puede evitar reparar en la cara de satisfacción de muchos de los que hacían cola en la calle Goya. Luchando por controlar una emoción desbordante, inquietos por conocer la hora de apertura de puertas y dispuestos a darse una buena carrera para hacerse con un lugar de las primeras filas a toda costa repletos de ilusión por ver una vez más a su ídolo, por intentar estrechar su mano y hasta quién sabe si ser uno de los agraciados que agarrarían un pedazo de su camisa, sabedores de que otra vez han recibido la llamada para disfrutar de una hora y media, rodeado de muchos iguales, en la que vivir una ceremonia para iniciados guiada por un músico único, capaz de trascender como pocos y que sí, qué demonios, representa a la perfección la iconografía de última gran estrella del rock, por mucho que le pese a sus detractores.
Porque sí, para el resto de humanos la selección de temas podrá ser incorrecta y la escenografía demasiado minimalista. Ellos estarían encantados de que Steven cayera en el truco de dar gusto a la “mayoría”. Ya se sabe, lo ideal hubiera sido plantear un set list con un buen puñado de éxitos de The Smiths y trallazos de primera línea de su carrera en solitario como Irish Blood, English Heart, Suedehead o First of the Gang to Die, pero señores, aquí el que decide es él.
Es él quien dirige la ceremonia, quien decide lo que incluir en el video inicial, utilizado a modo de presentación, de recorrido vital por su infancia y adolescencia, donde por supuesto tienen cabida Los Ramones y The New York Dolls, quien elige un repertorio sin grandes concesiones a la galería… que a la postre poco o nada importan a todos los que nos acercamos para ver su derroche emocional sobre el escenario, su desesperación a la hora de jugar con el cable del micro, su afán de crítica y sus ataques continuos a la monarquía, desde la inicial The Queen is Dead, y hacia el maltrato animal; pero por encima de todo, nos acercamos para percibir su carisma desbordante que en pleno éxtasis hace entender a cualquiera que es cierto: Morrissey está por encima del bien y del mal. Guste o no, es así.
Y así entre excesos verbales y emoción desbordante, se nos escapó una hora y media de concierto en la que presentó gran parte del material de su último disco,The World is None of your Business, salpicándolo con canciones de toda su discografía, tanto en solitario, donde destacaron I´m Throwing My Arms Around Paris, You Have Killed Me, Certain People I Know y Everyday is Like Sunday, como de los Smiths, de quienes interpretó la ya mencionada The Queen is Dead, Meat is Murder, Asleep y una crudísima How Soon is Now?, sirviendo como perfecto colofón a una velada que permanecerá en el recuerdo de todos los asistentes por el simple y mero hecho de que ver a Morrissey, sean cuales sean las circunstancias, es en sí mismo todo un acontecimiento que marca de por vida.
A la salida del concierto las caras de satisfacción de miles de fans emocionados, entre los que se encontraba un exultante Igor Paskual, guitarra de Loquillo, quien por cierto también se estaba en el recinto acompañado de toda su familia, eran un clamor de felicidad. Y es que aunque la ceremonia había tocado a su fin todos éramos conscientes de que habíamos tenido el placer de compartir noventa minutos con un ser único que justifica con su mera presencia hasta el último céntimo que uno invierta en su carrera. Algo que pocos, muy pocos, pueden decir.
Por: Javier González/javi@elgiradiscos.com
Fotos: Jorge Bravo Crespo
Fotos: Jorge Bravo Crespo