El sonido, las maneras, la forma de entender la música de Lourdes Hernández son rasgos que la han convertido casi en una marca de fábrica. En su tercera experiencia en el estudio el listón estaba tan alto después del fantástico Fuerteventura que parece que ni ella misma se atrevía a arriesgarse con bandazos en producción o planteamientos menos encorsetados. Su voz, limitada pero personalísima, y sus recursos, mucho más amplios de lo que parecían, la han traído finalmente hasta este Agent Cooper con el que pretende ampliar registros sin salirse demasiado de un guión que le sigue funcionando, pese a algún que otro (perdonable) altibajo.
Estéticamente apegada a una imagen de femme fatale que puede complementar su hasta ahora presunta inocencia, se pone a las órdenes de Joe Chiccarelli (The Strokes o los White Stripes, entre otros, pueden hablar de su experiencia con el veterano productor) y un valiente equipo de mezcladores para que su carrera empiece a tomar sustancia, si es que no lo había hecho hasta ahora, y esparza su ramal en distintos tonos algo más alejados del pastel de sus primeras entregas. Hasta consigue volverse tenebrosa en algún tramo y próxima al sentimiento pop chic de los ochenta, como sucede en el ambiente de John Michael, uno de los mejores temas que ha compuesto nunca, dicho sea de paso. Es una Russian Red más aguerrida, más avezada en el cuerpo a cuerpo, que sale airosa de la incorporación a su música de elementos hasta ahora extraños como la percusión electrónica de Xabier y el ataque de garage rock que inunda Anthony (aquí son los noventa los que saltan a la palestra), pero también sabe hacer funcionar los coros en Alex T, que según cuenta ella misma es un velado, o no tanto, homenaje al líder de los Arctic Monkeys, y brillar el folk en el que siempre se ha desenvuelto como pez en el agua en Neruda. Por el camino deja un hit en potencia como Wiliam y el tremendo Casper, la sorpresa que adelantó el disco, sobre todo por lo acelerado de su desarrollo. Sin duda, la canción que marca el “después” en su trayectoria.
Aunque se adivinaba que este no sería un trabajo más para su creadora, la cosa queda clara desde el comienzo, con un Michael P que pone a soñar el pop y vaticina una escucha que mantiene el tipo a lo largo de los diez cortes entre los que se podría haber evitado el manoseo de insulsas melodías como la de Tim B, un cierre que no empaña una labor concienzuda, que mira hacia dentro sin perder perspectiva de la realidad y que la sitúa por fin en primera línea de combate. Para eso luce tan bien armada en la portada y ha escrito un disco eminentemente masculino. ¿No se ha dado cuenta nadie de que todas las canciones están tituladas con un nombre, y no de mujer precisamente? Pues eso.
Por: J.J. Caballero