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Leiva: “Pólvora”

Escuchar un disco de Leiva es una de esas cosas que te hace escribir tópicos como “cuidada producción”, “actitud rockera” o “grandes y magníficas influencias”, y los habituales lectores de reseñas discográficas –en otros términos, esos “frikis” que aún se molestan en abrir los enlaces que algún otro “freak” ha colgado en su muro de facebook- sabrán a lo que me refiero.

El bueno de Leiva no es sino uno de esos muchos músicos de vocación que durante un tiempo, tal vez demasiado, embadurnó su pose y su poso rockeros de mero glamour de revistas de adolescentes.

Uno, que siempre ha pensado que lo peor de algunas bandas son demasiadas veces sus fans, tenía ese problema con Pereza (aquí vendría ahora otro dudoso juego de palabras entre el significado oficial del sustantivo y el oficioso que le daba el dúo con sus canciones): demasiada ídem para tragarme más de diez canciones seguidas. Y eso que Animales significó una gratísima sorpresa, pero no… lo volvieron a estropear con Aproximaciones, del que apenas salvaría un tercio, y con su despedida teóricamente triunfal, un Aviones (demonios, me acabo de dar cuenta de que sus tres últimos discos empiezan por la misma letra… ¿sería una señal de algo?) que pecaba de insistencia en los medios tiempos y mostraba el evidente desequilibrio entre las composiciones de uno y otro. En el hipotético duelo, dicho sea de paso, rara vez salía triunfante el segundo en discordia, el irregular Rubén Pozo. Y ya que nos ponemos, he de decir que nunca entendí la devoción casi unánime con que se recibió su puesta de largo en solitario. Pero claro, aquí tampoco es cuestión de hablar de eso, así que centrémonos, que es imperativo. 

Disfruté mucho, más de lo esperado, de los temas incluidos en Diciembre, el primer disco del tipo del sombrero (otra disquisición: ¿alguien fuera de su círculo más íntimo sabe cómo es realmente el pelo de Leiva?), y creía que en Pólvora se escondería algo más de dinamita, más que nada por jugar un poco con el título. Pero no, lo que se escucha aquí es más una continuación, a ratos tediosa, de las buenas intenciones y el rock de base que siempre han movido la brújula del madrileño. Si además sabemos que tras los micrófonos ha estado Joe Blaney, el hombre que redondeó la fórmula Calamaro y las últimas fotocopias de Fito, la cosa puede escorarse hacia su justo perfil. Pero resulta que para tomar el timón del estudio llamó a Carlos Raya, el ejemplo perfecto de “cómo-hacer-que-todos-los-discos-suenen-IGUAL-de-bien” (sí, las mayúsculas están puestas aposta), con lo cual las piezas van encajando definitivamente. ¿Significa todo esto que Pólvora es un disco mediocre? La respuesta es “en absoluto, pero…”. El resumen de estas trece canciones puede ser el siguiente: 

El autor no parece tener a mano el filtro o, en su defecto, tiene a gala mostrarse como un músico promiscuo. Maneja amplios y efectivos recursos, todos ellos de uso común en la tradición del rock anglosajón, léase la inclusión de hammonds o vientos (especialmente afortunados en Cerca, de clara raíz springsteeniana, y Palomas, escrita a medias con Quique González) y sección de violines y teclas acústicas (cierra el álbum en plan íntimo con el tema homónimo, precioso por otra parte). También exhibe un control más que notable de la melodía (Mirada Perdida es una maniobra de acercamiento a su anterior etapa “perezosa”, mientras al extraer Del hueso una Flor consigue hacer grande un medio tiempo en principio sin demasiada chispa) y el estribillo duradero (el de Ciencia Ficción puede que sea el mejor que ha grabado hasta ahora), y demuestra cierto riesgo al atreverse con fórmulas menos convencionales (Vértigo es una desnuda galopada sobre un escuálido riff de guitarra eléctrica) y tiempos lentos con los que acercarse peligrosamente a la mediocridad (Hermosa Taquicardia también podría haber sido compuesta unos años atrás y habría pasado igual de desapercibida). 

En cambio, su capacidad para firmar pequeñas piedras preciosas de pop como Terriblemente Cruel, fantástico single, y para fusionar a dos de sus pilares sonoros (podrían rastrearse huellas tanto de los Beatles como de los Stones en Mi mejor Versión) sin morir en el intento hacen que pintemos su porvenir de un tono mucho más luminoso. Y que entonemos a modo de despedida ese “que no mueran nunca los cantantes” con el que hace un guiño al oficio que ocupa a un artista del que, por el momento y pese a todo, me confieso un cada vez menos distanciado seguidor.

Por: J.J. Caballero.