“Cada cosa / es infinitas cosas”
(“The Unending Rose”, Jorge Luis Borges)
Aviso a navegantes: éste es un libro escrito por Greil Marcus. Antes de embarcarse en sus páginas, conviene aparcar cualquier experiencia previa con otros textos alrededor de la banda de Jim Morrison. Se avecinan conexiones sorprendentes y reflexiones que viajan por caminos sin trillar, pero también páginas envueltas en cierto fárrago que reclaman una lectura sin piloto automático. Las largas digresiones, que Marcus aceptó siempre como la base de su hoja de ruta, son una marca de la casa: “Mi método es el merodeo, doy vueltas, juego, salto de una cosa a la otra”.
Quien haya bregado con otros ensayos del crítico norteamericano entenderá la advertencia, pues su procedimiento es siempre el mismo: tomar pequeños fragmentos culturales (discos y canciones en su mayoría) y, a partir ellos, desplegar un gigantesco fresco sociocultural que los envuelva y contextualice. Un ambicioso plan que se materializó previamente en obras como Rastros De Carmin (1989), donde Marcus rastreaba el origen del punk en movimientos tan remotos como el dadaísmo o el situacionismo; o en Invisible Republic (1997), su vasta interpretación de América a partir de las Basement Tapes de Bob Dylan & The Band; o en Like A Rolling Stone: Bob Dylan En La Encrucijada, donde trazaba el contorno histórico de la rotunda canción del músico de Minnesota.
Recientemente traducido, Escuchando a The Doors plantea un viaje similar. Compuesto por un puñado de microensayos, la inmensa mayoría centrados en una determinada canción del grupo, el libro se articula en torno a una tesis central: el hecho de que la música de The Doors resulta hoy incluso más viva e inquietante de lo que fue en el momento de ser grabada. Al contener no sólo una penetrante descripción de su época, sino también una serie de oscuros vaticinios sobre la misma, sus muchas sugerencias parecen haberse aclarado a la luz del paso del tiempo. A su vez, el camino se bifurca para desmontar un mito: el de los años sesenta como postal idílica, siendo su reverso convulso y aterrador el que más abiertamente reverbera en las canciones del grupo de Los Ángeles.
Para escuchar todo lo que Marcus escucha en The Doors (libertad, promesas incumplidas, domesticación, terror), conviene tener a mano las grabaciones referenciadas. Por supuesto, el arsenal no se limita a las tomas congeladas en su discografía de estudio, sino que abunda el meticuloso análisis de registros procedentes de bootlegs, con especial atención a la cuádruple (y mugrienta, a menudo indigerible) colección de directos Boot Yer Butt: The Doors Bootlegs (Rhino, 2003). El sentido de esta decisión es claro. A Marcus le interesa especialmente el work-in-progress, la creación en tiempo real, lo imprevisible de los shows en vivo; las insinuaciones de una determinada inflexión vocal, de un dibujo de órgano o guitarra que se sale del camino y hace chirriar la canción, extraviándola o empujándola con éxito. Se apunta en las primeras páginas, cuando el autor abraza el concepto de “arte termita”, acuñado por el pintor y crítico Manny Farber, para referirse a las imprevisibles acometidas de The Doors ante el público: “un arte que explora su camino a través de los muros de la particularización, sin signo de que el artista tenga ningún objeto en mente más que socavar los confines inmediatos de su arte y convertir dichos confines en las circunstancias del siguiente objetivo (…) arte sin dirección ni propósito, arte por deseo, por ganas, instinto e impulso”.
Desmotadas las canciones, Marcus prosigue con el juego, con el merodeo. Éste puede consistir en deslizar “L.A Woman” (Blade Runner protagonizada por Charles Bukowski en lugar de Harrison Ford”) entre las páginas de “Vicio Propio”, la novela de Thomas Pynchon, y observar como ambas dan forma a un enorme mural: la ciudad de Los Angeles en 1970 convertida en un lujoso palacio en ruinas. O en postular que “End Of The Night”, de 1965, auguraba las dos matanzas inducidas por Charles Manson, tres años después. O en apuntar cómo Elvis Is Back! (1960), el álbum de reaparición de Elvis Presley tras su paso por el ejército, puede escucharse como un fantasma que serpentea entre la voz de Jim Morrison en una actuación en el programa de Ed Sullivan, en 1967.
Poco dado a las reflexiones de segunda mano, Marcus se apunta sin embargo a reírse de los discos obvios, los que dan carpetazo a las promesas de libertad previas: “En serio, ¿qué eran Waiting For The Sun y The Soft Parade sino la versión de The Doors de bandas sonoras de películas de Elvis como El Trotamundos o Puños y Lágrimas?”. Pero contraataca con una chocante reivindicación de The Doors (1991), el biopic de Oliver Stone que reflejaba en un monstruoso espejo deformante toda la mi(s)tificación de los sesenta como marco cronológico y como paraíso artificial: “(…) en la película, y en la vida real, The Doors crearon mitos y se convirtieron en sus víctimas al instante: como lo era la gente que más de veinte años después hacía cola para ver cómo sucedía”.
El incontenible esfuerzo rizomático del crítico se despliega con su mayor intensidad en el capítulo dedicado al tema “Twentieth Century Fox”: veintidós páginas, de las que apenas un par se sumergen en la canción como pura composición musical. Marcus prefiere aprovechar el espacio para tirar del hilo, extendiendo una densa reflexión sobre la naturaleza de la cultura pop (o “la cultura folk del mercado moderno”) que le lleva de Roy Lichtenstein al artista escocés Eduardo Paolozzi, y de Chuck Berry a una campaña publicitaria de iPod. Un capítulo que contiene todos los excesos y aciertos de un ensayo que se desperdiga por demasiados caminos, y donde las ideas se apretujan e imbrican entre sí con cierta tendencia al mazacote. Aun así, no conviene dejar pasar sus abundantes notas al margen: este es un libro que se nutre de muchos otros libros, películas, discos y canciones, por lo que no se agota en el epílogo. Invita a seguir rastreando en los numerosos complementos referenciados, o a revisitarlos bajo una posible nueva mirada. Exactamente lo mismo que sucede con la música de The Doors.
Por: Carlos Bouza.