El rock y la literatura son dos mundos que a priori pueden parecer antitéticos pero que, cada vez más, se abastecen mutuamente, al margen de las reticencias que puedan surgir desde los dos ámbitos. Hay muchos ejemplos, con mejor o peor suerte, que atestiguan ese “trasvase” que han realizado muchos músicos hasta el universo de las letras, valga con citar a gente como Jim Morrison, Patti Smith, Nick Cave o Bob Dylan. Lista a la que a Steve Earle, desde hace unos años, hay que añadir.
“No Saldré Vivo de Este Mundo” es su segunda incursión en la literatura tras “Rosas de Redención”, construido a base de relatos. Si en estos casos es imposible obviar la creación compositiva del autor, todavía más en esta ocasión ya que su último disco tenía el mismo nombre que la novela, en clara referencia al músico Hank Williams. Un detalle para nada baladí ya que a lo largo de las páginas nos encontraremos al espíritu del mítico intérprete country, uno de los primeros en instaurar la figura icónica de músico atormentado y de vida rebelde, acompañar al protagonista del texto, Doc.
Se trata de un médico de buena familia, que tras su adicción a las drogas, se dedica a vagar por los bajos fondos hasta instalarse en un barrio de San Antonio en el que vive rodeado de putas, chulos, yonquis, camellos o policías corruptos. Allí ejercerá de “matasanos” de manera clandestina para sobrevivir, o lo que es lo mismo, sacar el dinero suficiente para pagarse su dosis. Un ambiente que a pesar de lo sórdido dejará detalles de una camaradería evidente.
En ese trasiego de “pacientes” aparecerá Graciela, una jovencísima y dulce mexicana que desde su llegada impondrá su presencia mágica y que supondrá un cambio para todos aquellos que convivan a su alrededor. Tal y como hace con su música, Earle intercala una visión política (en un sentido amplio), aquí hay una latente descripción de las clases sociales, pero también un retrato de personajes que funcionan en diferentes planos, dándoles una gran profundidad.
El libro se convierte en un canto sobre la redención y el papel que ahí juega todos esos elementos subjetivos en los que se pueden apoyar los humanos, que van desde la música a la creencia en divinidades (representada en dioses, ángeles de la guarda, creencias ancestrales o incluso la admiración por un joven presidente y su elegante dama) y que según la función que se les encomiende pueden empujar en una u otra dirección. Para ello el autor se basa en una escritura sobria que deja abierta a momentos poéticos (otra semejanza con su música) y que por una parte se acerca a la de William Burroughs o Hubert Selby Jr, sin la crudeza de ambos, pero sobre todo a ese perfil de personajes que suele trazar Carson McCullers.
Earle demuestra que sabe plasmar la destreza en la escritura que lleva demostrando años en sus canciones también en una novela, un salto no tan fácil de dar como a primera vista se podría sospechar. Mientras que su principal atractivo está en la hondura de una galería de personajes muy especiales, su único “pero” se encuentra en el excesivo papel que adquiere en el segundo tramo del libro la temática, llamémosle, “religiosa”. Algo que para nada oscurece una obra muy recomendable y complemento ideal para conocer la visión del mundo que el norteamericano ha creado con su arte.
Por: Kepa Arbizu