Últimamente debatido entre el fragor de las guerras twitteras y los focos de la prensa rosa argentina, resulta difícil rastrear en el actual Andrés Calamaro al autor del imponente “Alta Suciedad” (Warner, 1997): el disco que hace quince años inauguró, tras la disolución de Los Rodríguez, su segunda etapa como solista. Es cierto que sigue habiendo ráfagas de poesía y nervio en su obra reciente, donde canciones como “Los Chicos” han pasado a engrosar la categoría de repertorio clásico. Sin embargo, para localizar los orígenes del compositor de inspiración inflamada (en volumen y genio), del intérprete dotado de un swing indómito, tenemos que regresar una vez más a la rotunda colección de canciones que hoy recordamos.
A menudo considerado erróneamente como su debut en solitario, lo cierto es que Calamaro contaba en los tiempos de “Alta Suciedad” con una trayectoria porteña de casi veinte años, ya fuese integrado en bandas (Raíces, Los Abuelos De La Nada) o rubricando con su nombre un puñado de interesantes discos pop, pero de sonido algo sintético. Instalado en Madrid desde 1989, tras responder a la llamada de Ariel Rot que prendería la mecha de Los Rodríguez, fue el inédito ensamblaje de rock porteño, raíz stoniana e influjo latino del grupo el que inició el trámite de su adopción española. Hacia 1996, cuando el proyecto se rompió tras una exitosa gira junto a Joaquín Sabina, Calamaro era ya el más célebre fichaje internacional del rock español. Y mientras el grupo hacía aguas, él esbozaba ya en maquetas caseras lo que sería su inminente presentación como músico solista en nuestro país.
“Alta Suciedad” fue, ante todo, el capricho de un mitómano que soñaba con grabar junto a los músicos de sesión que figuraban en los créditos de sus discos favoritos: la sección rítmica de los X-pensive Winos de Keith Richards, hombres curtidos junto a Tom Waits, Steely Dan o Aretha Franklin, e instrumentistas inmortalizados en piezas como “Brown Eyed Girl” (Van Morrison) y “What A Wonderful World” (Louis Armstrong). Dicho y hecho, el presupuesto de su sello le permitió desplazarse a Nueva Jersey, primero, y posteriormente a Nueva York. Y bajo la batuta del productor Joe Blaney, con un puñado de demos a medio trabajar bajo el brazo y un grupo de sesionistas de lujo a su servicio, entre febrero y marzo de 1997 completó la que sería su primera obra maestra. Un álbum que rompía, a nivel de sonido, interpretación o concepto, con cualquier otra cosa que Andrés Calamaro hubiese hecho hasta ese momento.
Conviene revisar este disco a la luz de nuestros días, bajo la perspectiva de su voluminosa obra posterior, para comprobar que se trata no sólo de un rotundo muestrario de grandes éxitos (aquí están “Flaca”, “Media Verónica” o “Loco”), sino también de su trabajo más sofisticado y trabajado instrumentalmente: la entrega “urban-studio-deluxe” de Calamaro, como una vez lo definiese el escritor argentino Rodrigo Fresán. Sin rastros de la aspereza y desmesura que caracterizará a grabaciones inmediatamente posteriores, el amplio catálogo de intereses musicales de su autor se vuelca aquí de forma equilibrada, con su proverbial ansia grabadora aplacada por músicos acostumbrados a trabajar en sesiones rigurosas y metódicas. Tal vez por ello, el timón de la grabación no tardaría en serle confiado a Blaney. Y bajo la única premisa de anclar cada canción en el groove más adecuado, los apuntes domésticos del bonaerense fueron tomando poco a poco la forma de esta lujosa producción que hoy conocemos.
Empezando por esa portada en la que Calamaro imita la pose de Bob Dylan en la funda de su single “Baby Stop Crying”, he aquí un disco sin interés alguno por matar al padre, y que muestra orgulloso sus costuras. ¿Recuerdas “King Of Rock”, el viejo éxito de 1985 de los raperos RUN – DMC? No es casualidad que la carga genética de aquel riff de guitarra recorriese doce años hasta llegar a la canción titular de “Alta Suciedad”, pues ambos son obra del mismo hombre: Eddie Martinez. Sin embargo, ese pegajoso fraseo no es el único reclamo de un single monumental, en el que de alguna forma se concentra toda la sabiduría instrumental del disco. La maciza construcción del tema tiene que ver igualmente con una sencilla pero inteligente solución rítmica, basada en la combinación de un handclapper analógico con la solvencia de los dos viejos hombres de confianza de Keith Richards: Steve Jordan (batería) y Charlie Drayton (bajo). Mención aparte merece la sección de viento, con arreglos diseñados por Andrés Calamaro y ejecutados por los sesionistas Crispin Cioe y Ken Fradley. Crema neoyorquina concentrada en cuatro minutos y medio, y eso sólo en el primer fogonazo.
Si el ex - Rodríguez llegó a insistir alguna vez en que éste fue un “disco instrumental con letra” es porque nunca confió tanto en la solidez literaria del álbum como en su suntuosa carcasa sonora. Sin embargo, es el engarce entre pequeños aciertos poéticos a pecho descubierto y ripios que luchan por mantener el equilibrio (“todavía soy tu amigo / pero te deseo el bien / o lo que quieras / pero por lo que más quieras / no me pises los zapatos de piel”) el que hace que canciones como “Todo lo demás” se sitúen en ese medio camino, entre lo sublime y el hallazgo aparentemente disparatado, en el que Calamaro encontraría un más que interesante filón como compositor. Pero aquí abundan también, como en ningún otro trabajo posterior, las letras redondas, cerradas y pulidas, tras las que se adivina una fina elaboración. Es el caso del intenso esfuerzo poético de “Crímenes Perfectos”: una balada de ruptura no demasiado querida por su autor, pero en continua revalorización popular, que extiende su seducción desde los primeros versos (“¿Sentiste alguna vez lo que es / tener el corazón roto?”) y se desarrolla entre poderosas crecidas. Calamaro volvería a sonar tanto o más transparente en capítulos posteriores, pero aquí estamos probablemente ante su primera gran encaje entre letrista y cantor.
Lo habitual es entrar en el disco a través de sus fabulosas composiciones de estadio, como la propia “Crímenes Perfectos” o “Flaca”. Canciones que podemos oir desbordarse en los registros en directo del DVD “Made In Argentina” (2005) o su complemento en CD, “El Regreso” (2005). Pero la escucha en piloto automático en que pueden derivar temas tan omnipresentes no significa que no encontremos en ellos mucha información acerca del sentido musical de “Alta Suciedad”. La célebre “Flaca”, por ejemplo, era en su versión primitiva un simple tanteo hecho sobre un loop de batería localizado en un disco de Keith Richards (posiblemente de la canción “Take It So Hard”, del álbum “Talk Is Cheap” -1988-), pero la metamorfosis en estudio la convirtió en la pieza majestuosa que hoy conocemos: una superposición de melodías muy trabajadas que desembocan en una coda instrumental de dos minutos. En otras palabras, Calamaro opta a menudo por una arquitectura pop muy beatle, basada en diseños alambicados pero presentados en un formato de fácil consumo.
“Media Verónica” siguió un camino parecido. Su origen está en una mínima idea instrumental: juguetear con las posibilidades de una batería distorsionada. La espartana maqueta publicada previamente la muestra construída sobre un simple armazón de trazos electrónicos, mientras que la incluída en “Alta Suciedad” es lo más cercano a una toma definitiva: un sutil trenzado atmosférico (tejido en directo dentro del estudio, con bonitos ribetes de cello) que envuelve a la perfección uno de los textos más sugerentes de Calamaro. ¿Es “Media Verónica” un retrato adolescente en modo elegíaco, en la línea del “Laura Va” de Luis Alberto Spinetta? Su autor zanjaría el debate por la vía del misterio: “No habla sobre ninguna chica que se llame Verónica, ni por supuesto habla de media persona”. Dejémoslo en un hermoso juego de insinuaciones, inspirado por el lance taurino que le da título.
Cuenta también Calamaro que su buen amigo, el fallecido bluesman Pappo Napolitano, le desafió en una ocasión en los siguientes términos: “Vos lo único que tenés de negro es el ojo del culo”. Tuvo que ganarse el respeto con “No va Más”, un tremendo blues incluído en “Honestidad Brutal”, ante el que Pappo concedió finalmente: “!Parece la banda de Albert King!”. Pues bien: lo que podríamos considerar el bloque de canciones negras de “Alta Suciedad”, las más abiertamente sujetas a las sonoridades funk o reggae, ya demostraban que no había nada de postizo en la filiación negroide de Calamaro. El funk satinado de “Loco” justifica por si solo la presencia del bajista Chuck Rainey en la grabación, y parece diseñado para capturar el característico lucimiento sin alardes de los viejos sesionistas de música soul. Entre la montaña de referencias que Calamaro tenía en mente para orientar la canción estaban Chic, las superestrellas disco de los años setenta, y desde luego ese no era un reto que revistiese especial dificultad para Rainey: su abultada hoja de servicios le presentaba encallecido junto a artistas como Etta James, Marvin Gaye o Fats Domino, por lo que encajó sin problemas la burbujeante línea de bajo que, junto a los efectos wah wah y los vientos, son los grandes protagonistas del tema.
Es obvio que la inspiración detrás de “Quién asó la Manteca” sería más bien Bill Withers, pero los ascendientes se difuminan a la altura del disparate fumeta de “Nada Es Igual”: un denso reggae en la línea calamariana más experimental, que empieza como un extraño relato gauchesco y deriva, a mitad de camino, en un monólogo de Antonio Escohotado, grabado expresamente para la ocasión, sobre las pequeñas miserias del oficio de vivir.
Calamaro supera con nota la prueba de fuego de la negritud, pero revalida también su habilidad para las canciones stonianas, que parece bordar casi en piloto automático. “Me Arde” es el número Jagger / Richards del disco, casi hecho con plantilla, aunque entre medias brote un recitado de resonancias dylanianas. Bob es, claro, el modelo de ese fraseo tan sucio como sentimental que Calamaro readapta en este disco, y que perfeccionará de forma pletórica en “Honestidad Brutal”. Ya mencionado de forma expresa en la letra, Bob reaparece en “Elvis está Vivo”, compartiendo foco nada más y nada menos que con Palito Ortega: la leyenda pop argentina se pasó por el estudio para injertar en el tema una imitación de Presley, lo que hace de la canción una delirante fantasía multirreferencial.
Y por último están las carreteras secundarias: canciones pequeñas, pero justificadas e incluso engrandecidas por un detalle puntual, por una solución imaginativa. Es el caso de los intermitentes zurcidos de guitarra de Marc Ribot, ya sean en clave criolla (en “El Novio Del Olvido”), o aparentemente transplantados del “Rain Dogs” de Tom Waits (en el solo final de “Donde Manda Marinero”). O las cuerdas que homenajean a “Eleanor Rigby” en “Comida China”, un suspiro de dos minutos que irrumpe a mitad de trayecto. Y es que sólo habiendo recorrido el camino de las composiciones más exuberantes podemos terminar reparando en las fantásticas miniaturas que aguardan en los muchos escondrijos de este disco. Una favorita personal: “El Tercio De Los Sueños”, amago ranchero que se desarrolla entre imágenes taurinas, con Ry Cooder en el horizonte.
El trabajo se publicó finalmente en Argentina en mayo de 1997, y llegó a España en septiembre de ese mismo año. El hijo pródigo, que apenas una década antes había dejado atrás un país castigado por una honda crisis económica y discográfica, regresaba ahora a la división solista con una colección ambiciosa: un disco de autor que era a la vez todo un baño de Historia del rock. Calamaro ya no era más Andrés. Superados los treinta y cinco años, la reinvención alcanzaba desde su música hasta a su aspecto: enmascarado, las fotos promocionales le mostraban mimetizado en lo estético con el Dylan de 1965. En términos de cifras, el álbum se fue desbordando progresivamente. Se extrajeron hasta siete singles, no tardó en superar el medio millón de copias vendidas, y en 2007 la edición argentina de “Rolling Stone” lo auparía al décimo puesto en la lista de los mejores discos de la historia del rock argentino.
“Alta Suciedad” activó, además, un caso inédito de hemorragia creativa en la carrera de un músico pop hispano. El álbum apenas llevaba un año en las tiendas cuando Calamaro, iniciando un rocambolesco tour de force compositivo, reunió treinta y siete nuevas canciones en “Honestidad Brutal”. Un doble disco tan arrebatado como irregular, prendido con la llama del desamor y el terror milenarista: a punto de entrar en la era 00, rodeado de músicos / amigos en estudios de cuatro ciudades, el autor de “Flaca” parecía seducido por la idea de morir grabando. En una insólita vuelta de tuerca, y frente a la estilización de “Alta Suciedad”, en la nueva entrega se mostraba despreocupado por la imperfección puntual; desacomplejado a la hora de mostrar la sangre y las tripas; en ese extraño límite en que la creatividad parece a punto de desbordar entre las manos, pero consigue levantar una obra maestra sin que ésta se derrumbe.
Este período vital y artístico de Calamaro se pierde entre la leyenda, el anecdotario oscuro y la mistificación. Lo cierto es que con “Honestidad Brutal” aún humeante, el músico se encerró literalmente en su piso madrileño. Y que en régimen químico, armado con un portaestudio doméstico y rodeado de bobinas de cedés grabables, convertido en un espectro de sí mismo, registró un mínimo de cuatrocientas nuevas canciones. Ciento tres fueron empaquetadas en “El Salmón”, un quíntuple álbum suicida, de producción en crudo, que parecía entregar no sólo la casa, sino también los planos y los escombros.
Después llegaría el largo retiro, el regreso, las revisiones de cancionero clásico y ajeno, la chispa avivada, hasta nuestros días, en modo intermitente. Los restos de un big bang que, como decíamos al principio, tuvo en “Alta Suciedad” su primera y decisiva materialización.
Por: Carlos Bouza