No es difícil: imagina que tienes veinte años y estás en el paro. Al igual que tu hermano, que es dos años mayor que tú, y exactamente igual que la mayoría de tus amigos. Las políticas sociales que deberían protegerte son deshumanizantes, y la planificación urbana que te rodea, deprimente. Ahora imagina que estás en Inglaterra, en 1976, despojado de futuro y en mitad de esa misma crisis despiadada. El único álbum en estudio de los Sex Pistols, reeditado ahora en una flamante edición expandida, tiene como trasfondo ese mismo escenario, y es al mismo tiempo su más célebre traducción sonora.
En aquella grabación de apenas cuarenta minutos de chocante e indómito rock'n'roll podemos rastrear hoy los rasgos esenciales del punk británico: rabia juvenil, urgencia expresiva, y todo un amasijo de requerimientos sociales entre ambas. Pero sus autores surgieron en realidad como la gran y calculada broma de un astuto empresario, Malcolm McLaren, aguijoneado en su juventud en el fárrago teórico de las revueltas estudiantiles, y finalmente iluminado por la detonación del punk norteamericano. Los Sex Pistols fueron moldeados en una intersección entre ambas experiencias, pero con la voluntad de convertirse en una gigantesca máquina registradora. A medio camino entre la propuesta comercial, el complot cultural y el ultraje público, terminaron redefiniendo líneas esenciales en la cultura pop y el negocio musical que los había hecho posibles.
Pese a su vasta repercusión sociocultural, los Sex Pistols no fueron al principio más que el instrumento de un ambicioso atraco. Detrás del mostrador de Sex, una tienda del barrio de King’s Road especializada en complementos sado, McLaren había completado el reclutamiento y posterior golpe a través de un casting oficioso. El primero en embarcarse fue un ladrón semianalfabeto llamado Steve Jones. Poco después se unía Paul Cook, un aprendiz de electricista que baqueteaba con Jones en desastrosas bandas amateur. Más tarde, en 1974, el estudiante de arte, empleado de un sex shop y bajista con ciertas nociones musicales, Glen Matlock, se sumaba a un proyecto sin nombre ni canciones con la vana esperanza de conquistar el estrellato pop. El futuro cantante apareció un buen dia con los dientes podridos y una camiseta que llevaba garabateada la declaración “Odio a Pink Floyd”. Se hacía llamar Johnny Rotten y era un adolescente norirlandés de clase obrera, letrista punzante y abrasivo, que parecía encarnar un odio auténtico por todas las coerciones que emanaban de la civilización; el vehículo perfecto para extender como un virus las visiones revolucionarias de McLaren a través del lenguaje de rock’n’roll.
Con el núcleo de la banda establecido en 1975, se programaron las primeras actuaciones en el cinturón londinense. Lo que quiera que nos siga aterrando de “Never Mind The Bollocks, Here’s The Sex Pistols” es, probablemente, un eco de lo que sucedía en aquellos clubes. Algo que no tuvo tanto que ver con la música como con el puro sonido, o con el desafío arrojado a la audiencia: con su bramido histérico y sus ojos de lunático, en escenarios que estaban prácticamente a pie de público, Rotten incitaba a algún tipo de alzamiento impreciso, y los jóvenes comenzaron a aceptar el reto. Como si se tratase de una versión inquietantemente real de la noche de los muertos vivientes, primero fueron decenas, y después cientos de jóvenes los que también querían estar en un grupo así y ser igualmente aterradores.
Un caos embrionario que pudo ser finalmente volcado en su primera y única grabación discográfica para el sello EMI: el single “Anarchy in the UK / I Wanna Be Me”. Escuchada todavía hoy, “Anarchy In The UK” no ha perdido ni un gramo de su rotundo impacto inicial. Cuando la guitarra de Steve Jones abre retumbando, Johnny Rotten gargajea un “rrright!” (resulta revelador que la primera palabra que se escucha en toda la discografía de los Sex Pistols sea “¡aaahora!”) y después el vocalista parece ahogarse en una risotada perversa, nos sigue pareciendo que la caballería al completo, en tromba, está a punto de asediar la ciudad. “No sé lo que quiero pero sé cómo conseguirlo / quiero despedazar transeúntes”. A lo largo de tres minutos y medio, la canción cuestionaba cada centímetro de su entorno inmediato e intentaba provocar en el oyente un cuestionamiento del suyo propio, aspirando a un plan de dimensiones tan grandes como lejano fuese el eco que alcanzase la música. De lo que se trataba era de reducir ese entorno a cenizas, planteando así la posibilidad de un nuevo escenario en el que tuviesen cabida un montón de nuevas oportunidades. Cuando Rotten grita “yo soy el anticristo, yo soy un anarquista”, su voz te agarra del cuello y te hace creer que él es quien va a prender la mecha. Esa promesa fue, tal vez, lo que hizo que los Sex Pistols fuesen vistos por tantísima gente como algo realmente nuevo y esperanzador. Y también que miles de personas fuesen conscientes de su propio poder y se decidiesen a seguirles con entusiasmo.
Convertido en el grupo de rock más famoso en el imperio santurrón de Isabel II, el terremoto generado a su paso no parecía tener síntomas de remisión. Se alimentó primero de un escándalo nacional cuando, en un show vespertino de televisión, la banda saturó de insultos a Bill Grundy, el presentador del programa. Y continuó con su fichaje y expulsión de dos sellos discográficos, previo paso por caja en concepto de incumplimiento de contrato. Los sectores más conservadores impulsaron entonces una agresiva campaña que tenía como fin inmediato prohibir a una simple banda de rock, dando tijeretazo a la mecha que les conectaba con una joven turba punk que no dejaba de multiplicarse. En el seno del grupo, mientras tanto, se fraguaba un cambio de formación que iba a contribuir decisivamente a su entrada en la historia del rock: el cese fulminante del bajista Glen Matlock, y posterior recambio por un inútil integral conocido como Sid Vicious. Fue una decisión perfectamente orquestada, un pequeño ajuste en el plan de Malcolm McLaren. En realidad, Vicious no tenía ni la más elemental idea de tocar un instrumento. Sin embargo, su imagen de punk canónico y actitud kamikaze constituían un símbolo irresistible de lo que significaban los Pistols.
El tiempo terminaría dando la razón a McLaren: más de treinta años después, seguimos identificando a Vicious como el gran icono, estúpido y radicalmente bronco, del punk inglés.
Sid llegó a tiempo para la penúltima gran broma final: el inevitable debut de larga duración. “Never Mind The Bollocks, Here's The Sex Pistols” llegó a las tiendas el veintiocho de octubre de 1977, con marchamo del sello Virgin y precedido de los sencillos “God Save The Queen”, “Pretty Vacant” y “Holidays In The Sun”. En este orden: una andanada de tres minutos que derrama azufre sobre la corona británica, una pieza pop llena de sarcasmo que lo hace sobre los valores asociados al trabajo, y otra que hace tambalear el propio concepto de Historia a golpe de guitarrazos entrecortados, sospechosamente parecidos a los del “In The City” de The Jam.
Sid llegó a tiempo para la penúltima gran broma final: el inevitable debut de larga duración. “Never Mind The Bollocks, Here's The Sex Pistols” llegó a las tiendas el veintiocho de octubre de 1977, con marchamo del sello Virgin y precedido de los sencillos “God Save The Queen”, “Pretty Vacant” y “Holidays In The Sun”. En este orden: una andanada de tres minutos que derrama azufre sobre la corona británica, una pieza pop llena de sarcasmo que lo hace sobre los valores asociados al trabajo, y otra que hace tambalear el propio concepto de Historia a golpe de guitarrazos entrecortados, sospechosamente parecidos a los del “In The City” de The Jam.
El primer impacto de “Never Mind...”, antes incluso de que uno deslice el álbum en el tocadiscos, proviene directamente de su carpeta. El artwork del artista gráfico Jamie Reid, pura tipografía tosca y recortada, recogía el eco de la iconografía situacionista y los hallazgos del Atelier Populaire del mayo francés para revivirlos en un contexto nuevo, dando forma a la igualmente reconocible estética gráfica del punk inglés. Reid ya había optado por este reciclaje al ultrajar el folleto de una agencia de viajes para la cubierta de “Holidays In The Sun”, o al cruzar con un imperdible los labios de Isabel II de Inglaterra en el más célebre cartel punk de su tiempo. Pero la funda de “Never Mind...” era algo así como el resumen perfecto de su técnica. Sólo un pequeño desbarajuste tipográfico ocupando toda la superficie, para dejar que el título rugiese por si mismo. Nos importa unos cojones: aquí están los Sex Pistols.
Por lo demás, las doce canciones contenidas en el disco (cuatro de ellas aparecidas previamente en formato single) conformaban una pequeña colección de explosivos, envueltos en un exultante formato de rock'n'roll lleno de entusiasmo e ira. A lo largo de “Never Mind...” todo es susceptible de ser cuestionado, subvertido o despedazado: el trabajo, el aborto, la industria discográfica, las propias ideas de juventud, futuro o Historia, siempre en aras de un individualismo radical. Pero hay también muy buena música dentro. Música que sigue sonando tan jovial como extraña. Uno de los más recurrentes tópicos alrededor de los Sex Pistols alude a su empeño en sacar las telarañas, cuando no pulverizar, un rock que en 1976 estaba en vía muerta, anquilosado y despojado de roll. El otro dice que no sabían ni coger sus instrumentos. El primero, de algún modo, lo podemos dar por cierto, pero el segundo ha terminado por caer por su propio peso. ¿De dónde provenía realmente ese sonido que, en una de las reseñas españolas de la época, apenas podía capturarse con un “extremadamente simple, criminalmente eficaz”?
Su relectura del “Johnny B. Goode” de Chuck Berry (un ensayo publicado en 1979, cuando ya eran historia) es la canción más antigua de todas las versionadas por el grupo. Una relectura que, por su maltrato deliberado, podemos considerar más bien una deconstrucción. Pero, de alguna forma, entre sus cenizas vislumbramos que los Sex Pistols escondían una profunda raigambre clásica. Por otra parte, en su número 135 (Febrero de 2005) la publicación británica “Mojo” incluía un cedé recopilatorio en el que se rastreaba otras quince versiones, guiños e influencias que ayudaban a excavar aún más en sus orígenes. No se trata de una selección original, y resulta finalmente incompleta (no encontramos a The Who o Stooges), pero al pinchar todos esos temas de un tirón es fácil escuchar a Johnny Rotten embistiendo y chirriando por encima de Modern Lovers y New York Dolls, de Dave Berry y Count Five. No había nada nuevo en los Pistols, pero su insolencia y apasionamiento eran tan insólitos como los Beatles lo habían sido con respecto a Chuck Berry o la música skiffle en 1962.
Desde luego, había algo en Steve Jones que parecía esconder una enorme fábrica de riffs. La mayoría de las canciones de “Never Mind…” arrancan con una perfecta obertura de guitarra, al estilo Chuck Berry, iniciando una contundente vibración que no cesa a lo largo de todo el tema. El productor del álbum, Chris Thomas (que ya había trabajado con Badfinger, pero también con !Pink Floyd!, o con John Cale en el elegante y muy orquestado “1919”) terminaría derribando algunos clichés al recordar cómo el álbum fue, en realidad, un trabajo muy ensayado y sobreescrito. Cada composición, perfectamente estructurada, podía ensamblarse con recortes de hasta diez pistas de guitarras diferentes, y Jones hizo el trabajo de un auténtico hombre orquesta. Puesto que Glen Matlock y Sid Vicious apenas contribuyeron con una línea de bajo cada uno, el guitarrista no sólo grabó todas las guitarras, sino que también se ocupó de los bajos, los coros y de doblar voces. A su lado, el batería Paul Cook suma esfuerzos a través de un perfecto estilo basado en la precisión y la ausencia de florituras, mientras que Rotten se impone sobre el conjunto haciendo retumbar cada frase, dentelleando cada palabra. Cuando en “Bodies” canta “i'm not an animaaal”, en la piel de una enferma mental, lo que uno continúa sintiendo al escucharle es lo más parecido al pavor.
Durante las semanas que siguieron a su publicación, el álbum permitió que el grupo se mantuviese en la cresta de una gigantesca controversia nacional, al tiempo que sus nuevas composiciones se convertían en exitoso material de contrabando. Las tiendas que accedían a tenerlo en sus expositores lo vendían camuflado en una elocuente funda negra; en otras, era la propia policía la que tachaba la palabra bollocks de la portada. Las que asumían el riesgo de ignorar la censura se enfrentaban a multas que, en última instancia, eran saldadas por Virgin. Pese a todo, el disco conseguiría escalar los charts británicos hasta un triunfal segundo puesto, mientras que sus autores mutaban de terroristas a estrellas del rock, o al menos conseguían una asombrosa síntesis entre ambos conceptos.
En comparación con el debut de los Ramones (1976), su equivalente por trascendencia e influjo en la escena norteamericana (y que sonaba como una enorme máquina de afeitar eléctrica), “Never Mind...” puede considerarse casi una producción de lujo. No contiene la música descacharrada y llena de triunfantes carencias que solemos asociar con el cliché punk, sino más bien un pulido tratado que, por la vía de la contundencia, resume la naturaleza de un estilo musical de difícil acotación, si es que realmente el punk llegó a tener alguna vez rasgos verdaderamente esenciales y compartidos entre sus bandas como para considerarlo un auténtico género propio. En cualquier caso, los Sex Pistols fueron en si mismos algo así como el símbolo más firme del auge y caída de un movimiento meteórico en su asentamiento, difusión y autofagocitación final.
Nacieron como agentes del caos, pero su final llegó envuelto en las miserias típicas de cualquier banda pop: sobredosis de éxito, inquinas demasiado dinero desviado a los bolsillos del manager. Cuando se separaron, en enero de 1978, tras un concierto en San Francisco donde Johnny Rotten grabó la lápida del grupo al dirigirse a la audiencia con el famoso “¿Alguna vez os habéis sentido estafados?”, la oleada fundacional del punk rock inglés ya se había desvanecido. En unos pocos meses, su espontaneidad primigenia dio paso a un montón de reglas y clichés, y todo lo que el movimiento había tenido de subversivo fue finalmente localizado, moldeado y absorbido por una industria que optó por domesticar al monstruo en lugar de eliminarlo. De esta forma, el punk comenzaba una larga resaca, debatido entre su larga influencia y las inevitables sospechas de mistificación: ¿realmente hubo para tanto?.
La reciente y lujosa versión ampliada de “Never Mind…”, que tiene todos los ingredientes para ser considerada como definitiva, nos ofrece al menos la posibilidad de seguir cavando en el mito. El cofre de tres discos y un DVD contiene toneladas de material, incluyendo el habitual arsenal en directo (con tomas registradas en sendos shows en Suecia y Noruega), caras B, demos, numeroso material audiovisual, memorabillia y el ineludible gancho de la canción inédita. Esta última es una vieja conocida de los fans, “Belsen Was A Gas”, una mediocre composición que habíamos escuchado en sus versiones en directo a cargo tanto de los Sex Pistols como de Sid Vicious, su autor original, y que aquí se presenta en una cacofónica toma en estudio. No hay grandes sorpresas para el aficionado circunstancial, ni grandes revelaciones con respecto al numeroso material previamente editado. Pero parece que alguien sigue empeñado en aquello tan viejo de seguir “sacando tajada del caos”.
Por: Carlos Bouza.